Plan Diabólico (1966), o cómo ser el cambio que deseamos ver en el mundo, cortesía de John Frankenheimer.

 

1. INTRODUCCIÓN (QUE NO) NECESARIA(MENTE TENÍA QUE HABER SIDO ASÍ DE LARGA, PERO HA TERMINADO SIENDO ASÍ DE LARGA)

Seconds¹—o Plan diabólico, como fue titulada en España, o, en un alarde de imaginación todavía mayor, El otro Sr. Hamilton, como se conoció en Hispanoamérica— es una película estadounidense de 1966 dirigida por John Frankenheimer y basada en la novela homónima de David Ely.

Junto a The Manchurian Candidate (1962) y Seven Days in May (1964), Seconds forma parte no oficial de la llamada “Trilogía de la paranoia”. Todas ellas, dirigidas por el propio Frankenheimer, exploran la desintegración de la identidad, la pérdida de control del individuo frente a las estructuras sociales, políticas y tecnológicas, y las abstracciones que lo rodean y lo manipulan.

John Frankenheimer, el ideólogo de todo esto, nació en Queens, Nueva York, en 1930, hijo de padres judíos de origen alemán. Desde niño desarrolló su afición por el cine, al que iba todas las semanas durante su época de estudiante. En 1950 se alistó en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, donde llegó al grado de teniente y trabajó como camarógrafo de documentales durante la guerra de Corea. Esta información es bastante importante, ya que en su futura obra de ficción Frankenheimer mantuvo una obsesión por la apariencia documental, incluso en películas tan oníricas en su concepto como Seconds².

Después de eso, pasó a trabajar en televisión como director. En la década de los 50 llegó a dirigir unos 140 episodios para series como Playhouse 90, Climax!, Danger, You Are There o Studio One. Esta etapa también resulta increíblemente importante en su formación, ya que por aquel entonces no existían las series grabadas con multicámara y risas enlatadas: la televisión se hacía en directo. Las series se emitían en el mismo momento en que se rodaban, como obras de teatro. Esto era así porque aún no existían las cintas de grabación³, y por ello todo debía hacerse en una sola toma.

En ese contexto surgió un formato muy popular en cadenas como la CBS: los Television Playhouse Dramas, antologías semanales de dramas autoconclusivos de una hora, con actores de teatro y directores jóvenes, donde se adaptaban obras originales o se interpretaban guiones escritos para la ocasión. Claro, podéis estar ya haciéndoos una idea del pifostio y la rotura de huevos logística que suponía sacar adelante algo así diariamente. Los actores tenían que ensayar durante días en platós minúsculos, todo debía estar cronometrado al segundo, las cámaras se movían estratégicamente por el espacio para forzar transiciones o aparentar elipsis y cambios temporales… o, a veces, incluso eran los propios actores los que salían de plano y se cambiaban la ropa a todo correr para interpretar distintos personajes o el mismo personaje pasado un tiempo. Bueno, os podéis hacer una idea. Y claro, esto no admitía fallos. Si la cagabas, no había repeticiones. Por eso Frankenheimer desarrolló aquí su planificación obsesiva (que volvió locos a todos en rodajes caóticos como el de Seconds), su capacidad de improvisar ante imprevistos y un sentido físico del espacio fílmico muy particular.

John Frankenheimer explicando lo que sintió al tocar su primera teta.

De este círculo, aparte de Frankenheimer, salieron también directores muy reconocidos y exitosos posteriormente, como Sidney Lumet, Robert Mulligan, Arthur Penn, Martin Ritt y otros. A esta generación de directores jóvenes que salían de la televisión y luego pasaban al cine se la llamó, en un alarde de originalidad épico, “la generación de la televisión”. Fue la predecesora y la que sentó las bases del “nuevo cine estadounidense” de los 70. Comenzó a gestarse a finales de los 50, influenciada por las corrientes vanguardistas y las revoluciones formales que estaban ocurriendo en Europa. Principalmente, influyeron la Nouvelle Vague, el Neorrealismo italiano y el Free Cinema británico, aunque también hubo otros movimientos que dejaron su huella, sobre todo en las generaciones de los 70, como la Nueva Ola Checoslovaca (Miloš Forman, Věra Chytilová o Jiří Menzel), el Cinema Novo brasileño (Glauber Rocha), el Nuevo Cine Polaco (Andrzej Wajda o Jerzy Kawalerowicz) o el Nuevo Cine Japonés (con Ōshima, Imamura o Shinoda). Es cierto que la generación de la televisión tuvo un acceso mayoritario a los tres movimientos predominantes de la época, pero aunque los manuales digan que el nuevo cine americano bebió solo de Godard y Antonioni, lo cierto es que el planeta entero estaba en ebullición. Sobre todo porque la mayor industria cinematográfica —la americana— llevaba años perdiendo genuinidad artística⁴ debido a la estandarización de Hollywood por parte de los grandes estudios y del star system, que habían convertido el cine en una cadena de montaje de imágenes prefabricadas, y entraba en los 50 sumida en una crisis creativa, económica e institucional.


El Star System era, básicamente, el modo en que los grandes estudios de Hollywood fabricaban, controlaban y explotaban la “imagen” de las estrellas. Fue el engranaje principal de la industria desde los años 30 hasta mediados de los 50. Cada actor o actriz importante —Humphrey Bogart, Marilyn Monroe, James Stewart, Elizabeth Taylor…— estaba bajo contrato exclusivo con un estudio (MGM, Warner, Paramount, etc.)⁵. El estudio decidía todo: qué películas hacían, cómo debían comportarse, cómo vestían, qué decían en entrevistas e incluso con quién se casaban o fingían casarse. Había una especie de fábrica de identidades. Por eso, a nivel formal, el Star System se traducía en un cine de precisión quirúrgica, con una puesta en escena limpia, pensada para no distraer del brillo de la estrella. La cámara no podía llamar la atención, la iluminación era perfecta, el montaje invisible. Y a nivel dramático, es decir, narrativo, la situación no mejoraba.

Desde los años 30 entró en vigor el Código Hays (oficialmente “Motion Picture Production Code”), que estuvo vigente hasta los 50. Funcionaba como un manual moral y narrativo implementado por el Estado. Entre sus muchas restricciones, las más conocidas eran: que el crimen nunca podía salir impune, el adulterio no podía justificarse ni mostrarse como atractivo, las autoridades (policías, jueces, el Estado) debían permanecer como justas o redentoras, y los finales debían reafirmar el orden moral.
Es decir, aunque un film pudiera coquetear con la ambigüedad, tenía que volver al redil al final. Esto se “cargó” muchas películas fantásticas de la época, como, entre otras muchas, La noche del cazador (1955), donde todo el aire nihilista y fatalista de la película se desinfla cuando la policía irrumpe en la escena para detener al icónico personaje interpretado por Robert Mitchum.

Luego llega el macartismo (finales de los 40 y 50) y lo agrava todo. Se instala una atmósfera de miedo ideológico donde cualquier atisbo de crítica social o de pensamiento “progresista” se podía leer como comunismo. Muchos guionistas, directores y actores fueron perseguidos, incluidos los de izquierdas o simplemente disidentes (como Dalton Trumbo o los llamados Hollywood Ten⁶). En esta caza de brujas durante los años del macartismo, Estados Unidos vivió una especie de histeria colectiva institucionalizada. No era solo Hollywood —aunque allí se hizo más visible el alcance mediático por su potencial simbólico—, sino toda la sociedad la que se vio arrastrada por una paranoia anticomunista que convertía cualquier discrepancia o pasado progresista en una amenaza para la nación. Profesores, científicos, funcionarios, sindicalistas, escritores, actores… todos podían ser sospechosos de “actividades antiamericanas”. Bastaba con haber firmado un manifiesto en los treinta o tener un amigo que había leído a Marx para que te arruinaran la vida.

Se instauró un clima de delación constante, de miedo a hablar, de autocensura. Fue una especie de purga ideológica disfrazada de patriotismo. Y todo aquel clima de sospecha y delación dejó algo más profundo que una lista negra: dejó una grieta en el relato nacional. Por primera vez, el país que se vendía como el modelo de libertad, prosperidad y justicia empezó a mostrar su rostro neurótico. El “American Dream”, el mito que se empezaba a construir con los suburbs⁷, empezó a parecer menos un sueño y más una especie de ilusión de control colectivo.

De ahí que, en los años siguientes, el miedo a la infiltración se transformara en miedo a uno mismo. El vecino, el gobierno, la televisión, incluso la propia mente. De esa desconfianza nacería, ya en los 60, un nuevo tipo de literatura y de cine: el thriller paranoico, ficciones donde nada es lo que parece, las conclusiones traían más preguntas y las preguntas múltiples respuestas; construyendo así una burbuja entrópica de descontrol sistematizado. Escritores como Thomas Pynchon, con obras como La subasta del lote 49, convirtieron esa sensación de conspiración invisible en un juego de cajas chinas autorreferenciales (como la propia cultura estadounidense), donde la trama y el objeto de valor no estaban en lo contado, sino en lo intuido a través de las conexiones simbólicas. Así, una historia sobre una chica que cree encontrar mensajes secretos en todas partes se convierte en un drama metatextual para el lector, dejando la verdadera “trama oficial” como lo anecdótico de la novela frente a su sinfín de encrucijadas intratextuales y laberínticas.

Esa misma desconfianza hacia el poder y los relatos oficiales fue el caldo de cultivo del pacifismo, de las contraculturas hippies y del rechazo a Vietnam. En este contexto de desagrado y estancamiento de la industria, y con la paranoia y la desconfianza nacional como telón de fondo, se puede contextualizar buena parte de la génesis de Seconds. Aunque no fue la única película que se alimentó de este clima, sí fue una de las pocas concebidas no tanto desde la perspectiva de la Guerra Fría o de la posición de Estados Unidos frente a sus enemigos ideológicos, sino como una exploración de la identidad individual dentro del marco ideológico propio de Estados Unidos y, más ampliamente, de Occidente. Es decir, a diferencia de Teléfono rojo de Kubrick o Fail Safe de Lumet —películas que hablan sobre el miedo externo, el poder militar y la catástrofe nuclear—, Seconds habla para sí misma, se observa a sí misma y a sus personajes de manera paranoica y pavorosamente introspectiva, en un sentido que podría calificarse casi de pynchoniano; aquí la amenaza no viene de Moscú, sino del sistema que te fabrica, te controla y te borra como individuo.

DATO CURIOSO#1
A Frankenheimer le fascinaba la idea del control y estaba obsesionado con los experimentos de manipulación mental reales de la CIA (Proyecto MKUltra), lo cual influyó directamente en The Manchurian Candidate y, más metafóricamente, en Seconds.


El film cuenta con la interpretación de Rock Hudson, que por aquel entonces venía de ser una estrella del cine mainstream de Hollywood y cargaba a cuestas con la imagen del galán y “hombre ideal” de los 50: alto, hombros anchos, pelo encerado y mandíbula de estatua. Lo que nadie sabía era que toda esa virilidad era una ficción, ya que Rock Hudson era homosexual. La carrera y la narrativa de galán fue creada directamente por su manager, Henry Willson.

Willson fue una de las figuras más poderosas y, al mismo tiempo, más oscuras del sistema de estrellas de Hollywood. No trabajaba directamente para las Majors, pero su influencia dentro de ellas era tan grande que su nombre se convirtió en sinónimo del poder invisible del star system. Su papel no era el de un productor ni el de un ejecutivo, era más bien un agente que moldeaba personalidades, fabricaba imágenes públicas y, en última instancia, diseñaba identidades enteras. Su método consistía en descubrir jóvenes atractivos —a menudo sin formación ni experiencia actoral— y transformarlos en iconos de deseo, virilidad y perfección moral. Los reconstruía desde cero. Les cambiaba el nombre, los modales, la forma de hablar, de caminar, incluso la manera de mirar. Cuidaba su vestuario, su peinado y hasta su dentadura, porque sabía que el público debía ver en ellos no solo a actores, sino a proyecciones de un ideal americano. Por eso Rock Hudson se llama Rock Hudson y no Roy Harold Scherer Jr., por eso pasó de ser taxista y cartero en Los Ángeles tras volver de la guerra a, en apenas un año, solo apareciendo en papeles pequeños, conseguir un contrato con Universal en el 49 (que rápidamente le somete a una formación en clases de interpretación⁸) que le da la oportunidad de participar en sus primeras películas. Y acabó siendo uno de los actores más famosos y prolíficos de Hollywood durante los 50.

La situación respecto a su vida personal se volvió crítica a mediados de los años cincuenta, cuando la revista Confidential —famosa por sus escándalos— amenazó con publicar artículos sobre la vida privada de Hudson. Willson, la verdad es que reaccionó como un verdadero mafioso ante la guerra mediática. Negoció con los editores, ofreció otras historias a cambio de silencio y sacrificó a algunos de sus propios clientes, revelando detalles de la vida de otros actores para proteger a su estrella más valiosa. Fue una jugada que salvó la carrera de Hudson, pero que dejó a Willson moralmente marcado. Aun así, sabía que la amenaza seguía latente, así que ideó una maniobra definitiva: un matrimonio. En 1955, organizó el enlace entre Hudson y Phyllis Gates, su secretaria. El matrimonio se celebró en privado, pero Willson se encargó de filtrar la noticia a las columnistas más influyentes del momento, como Hedda Hopper y Louella Parsons, para asegurar una cobertura favorable. Las fotografías de la pareja sonriente circularon por todos los periódicos y revistas, consolidando la imagen del actor como un hombre ejemplar, enamorado y perfectamente integrado en la moral tradicional. Durante meses, Hudson y Gates asistieron juntos a eventos, respondieron entrevistas cuidadosamente redactadas y actuaron frente a las cámaras como si todo fuera real.

En el 57, Gates supo la verdad sobre la orientación sexual de Hudson y, además, que le había sido infiel durante su matrimonio. En el 59 se divorciaron en secreto. Gates no supo hasta ese momento que la habían engañado y que todo había sido un montaje para salvaguardar la carrera del actor. Más adelante, Phyllis escribiría un libro titulado Mi esposo: Rock Hudson, donde relata el infierno de su matrimonio y deja claro que fue engañada. Es decir, estaba enamorada de verdad, al menos al principio. Esta historia también forma parte de la génesis contextual de la película, porque, como ya veréis más adelante, Seconds es una película de hombres, hecha por hombres y para hombres. Pero también, vista desde una mirada actual, se puede entender muy bien cuál era la posición de las mujeres dentro de toda esta maraña institucional, y dónde quedaba realmente su individualidad.

Rock Hudson dando de comer una especie de… ¿rollito de primavera? ¿croissant?… la verdad, no sé qué coño es, y se lo da a… a… ¿Y ella quién es? O sea, lleva el mismo peinado que Marilyn Monroe, pero estoy seguro al 95% de que no es ella… ¿No será su “esposa”? ¿Y cuál es el contexto de esta foto? Iba a poner algo gracioso, ¿pero qué coño es esto? De verdad que estoy ahora mismo igual de perdido que vosotros… Ya lo siento, ojalá hubiese tomado la decisión de hacer pies de foto serios, informativos y canónicos, y no esta mierda… Porque ahora sí que me interesa a mí el contexto… En fin… supongo que nunca lo sabremos…


Ya para 1965, la carrera de Hudson estaba estancada. Las fórmulas de los últimos veinte años se estaban agotando para el público estadounidense post-Kennedy y su imagen pública seguía tan controlada que tenía que andar con pies de plomo. Entonces le llegó la oportunidad de Seconds. No era tampoco ninguna locura protagonizar esa película, ni un acto de rebeldía contra los estudios. Seconds estaba producida por la Paramount, y Frankenheimer, por entonces, ya era un director bastante respetado. Hudson pensó simplemente que podía ser una oportunidad de oro para conseguir papeles más serios, que lo elevasen a la categoría de “actor que sabe actuar”, en lugar de quedarse encasillado en “actor guapo” o, peor aún, acabar en el saco de “actor que fue guapo y ahora me hace gracia verlo en esta comedia disparatada junto con otros actores jóvenes que están empezando y son, por el momento, solo ‘guapos’". ⁹ Un poco como lo que intentó Paul Newman con Hud o Harper en aquella época, o incluso el giro que hizo Montgomery Clift antes de morir. Por eso aceptó el papel en una historia sobre un hombre que muere, precisamente, por aceptar una nueva identidad impostada. Esta conexión orgánica entre la obra, el personaje y su vida hizo que Hudson pasase de ser una simple “cara bonita” a ser considerado —años más tarde— un buen actor. Incluso él mismo, en muchas entrevistas, no dudó en admitir que esta fue su única buena actuación en toda su carrera, a pesar del infierno que supuso rodarla.


2. ¿VAMOS A HABLAR DE LA PELÍCULA O QUÉ?

RESUMEN DE LO QUE PASA, POR SI NO LA HABÉIS VISTO (NI LO QUERÉIS HACER), O POR SI LA VISTEIS HACE MUCHO Y NO OS ACORDÁIS.

SI NO LO NECESITÁIS, SUPONGO QUE OS PODÉIS SALTAR ESTA PARTE, LA VERDAD.

Un señor desorientado, que anda como si fuera un zombi, persigue a un hombre calvo y gordo de unos cincuenta años (John Randolph) por una estación de tren. Cuando lo alcanza, le entrega un papelito con una dirección. El hombre calvo y gordo resulta ser Arthur Hamilton, el protagonista, que al leer el papel se queda blanco.
Cuando llega de la estación, su fiel esposa lo espera con el coche para llevarlo a casa¹⁰. Vemos que su relación es más protocolaria que amorosa. Vamos, que no parecen Romeo y Julieta, son algo más como Batman y Alfred.

Ya en casa, Hamilton recibe una misteriosa llamada. Es su viejo mejor amigo —supuestamente muerto—, que le confiesa que fingió su muerte para empezar de cero. Le asegura que fue la mejor decisión de su vida y le dice que, si quiere hacer lo mismo, vaya a la dirección del papel.

Al día siguiente, Hamilton acude allí, todavía dudando si realmente quiere dejarlo todo atrás. La dirección resulta ser un matadero. Allí lo suben a un camión de carga y lo llevan a la sede de una empresa llamada "Seconds". A partir de ese momento, Hamilton deja de ser Hamilton, para Seconds, ahora es el señor Tony Wilson.

La sede parece una mezcla entre un hotel y un hospital, un espacio aséptico y laberíntico. Allí le explican en qué consiste “renacer”: fingen tu muerte, cobran las indemnizaciones del falso accidente y te reconstruyen por completo. Tú eliges tu nueva identidad, profesión y vida. Hamilton no está convencido e intenta huir, sin éxito. La empresa le advierte que ya no hay vuelta atrás y muestra un vídeo falso en el que aparece violando a una chica, por si decide contarlo todo, hacerle una especie de “Me Too”, supongo. Así que, sin su consentimiento explícito, comienza el proceso de transformación.

Un cirujano estético¹¹ le fabrica una nueva cara. Durante el postoperatorio, mientras Hamilton (ya Wilson) agoniza de dolor, el cirujano le dice que ha sido afortunado, que es su obra maestra. A partir de aquí, el actor que interpreta al protagonista deja de ser John Randolph y pasa a ser Rock Hudson. Arthur Hamilton se ha convertido en Tony Wilson.

El postoperatorio sigue, y es lento y doloroso. Tony tiene que acostumbrarse a su nuevo cuerpo.

Cuando se recupera, le presentan a su asesor, encargado de diseñarle una nueva vida. Según la empresa, debe dedicarse a la pintura. El cirujano le ha retocado las manos para eso, y además, mientras estaba drogado, le sonsacaron una supuesta “voluntad subconsciente” de ser pintor. Tony prefería ser tenista, pero le dicen que eso ya es pasarse, que no pueden hacerle cuarenta años más joven. “Elija algo más artístico”, le recomiendan. Tony, sobrio, piensa que es una idea terrible: no tiene ni puta idea de pintar. Pero no importa, la empresa le regala títulos de Harvard, organiza falsas exposiciones y construye una carrera artística sólida por si decide no mover un pincel en su vida.

Tony se traslada a su nueva casa en Malibú. De camino se desespera, la gente lo mira por su atractivo y eso le incomoda. En el aeropuerto se cruza con un tipo que parece conocerlo, que sabe que ese no es su verdadero aspecto ni su verdadera vida. No dice quién es, solo que tiene que regresar a “un sitio” y que ya se verán. Da a entender que no es el único que ha contratado los servicios de Seconds.

Al llegar a su espectacular casa, lo recibe un mayordomo¹² que se encarga de todo. La casa está llena de cuadros que se supone ha pintado él, pero Tony se siente ajeno a todo. Pasa los días intentando hacer algo con su vida —pintando sin saber qué pinta o simplemente dando vueltas por la casa—, mientras el mayordomo le dice que es normal al principio y se ocupa de todo.
Su rutina se repite: paseos melancólicos por la playa, alcohol, pintura y comidas preparadas. Está claro que Tony no se adapta a su “vida soñada”.

Un día, paseando por la playa, conoce a Nora (Salome Jens), una mujer espontánea, algo triste, que también parece huir de algo. Se gustan y comienzan a verse. Nora le cuenta que abandonó a su marido y a sus hijos para empezar de nuevo, aunque la cosa no va tan bien como esperaba. Tony dice comprenderla, pero ella no le cree: “¿Qué va a saber un artista de la alienación?”. Aun así, nota que debajo de esa nueva cara sigue estando Arthur.

Nora lo invita a una especie de romería hippie. Tony acepta, porque no tiene nada mejor que hacer y quiere seguir viéndola. La fiesta se convierte en un desmadre, una orgía colectiva en la que lo fuerzan a “disfrutar”. A pesar de todo, su relación con Nora se consolida: se convierten en una pareja extraña, adolescente y torpe, dominada por el deseo.

Tony pasa los días borracho, encadenando fiestas en lugar de pintar. En la inauguración de su casa, invita a todos los vecinos, se pilla un pedo histórico y, sin darse cuenta, confiesa que todo lo que ven es una mentira. Los invitados se ofenden: le recuerdan que hablar de ser un “renacido” está prohibido. Tony descubre entonces que todos sus invitados, con sus esposas perfectas y sus vidas idénticas en Malibú, también son renacidos.

Después de la catástrofe y de perder a Nora, Tony vuelve a su antigua casa fingiendo ser un amigo de Arthur para ver a su exesposa. Ella parece mucho más feliz sin él. Tony intenta convencerse de que su vida anterior fue buena e interesante, pero ni él mismo se lo cree.
La empresa se entera y lo secuestra discretamente para advertirle: si no se comporta, lo “retirarán”. Harto de todo, Tony pide otra nueva vida y que lo devuelvan a la sede.

Allí, mientras le toman medidas para su supuesto “nuevo cuerpo”, se encuentra con su antiguo amigo, el que lo metió en esto. Ambos esperan un nuevo renacimiento. Hablan de cómo ahora ya no saben lo que quieren, ni lo que necesitan. Tony comprende que no necesita nada de eso para ser feliz, que todo ha sido una repetición de expres de lujo de su vida anterior. Vamos, que comprende lo que ya comprobó un chico en una piscina de Fuentecerrada, en Teruel, que “La tranquilidad es lo que más se busca.”
Pero todo eso ya da igual, porque le vuelven a llamar, y en la salita de espera de antes, los trabajadores de la empresa, como si se tratase esto de un curso de Llados sobre criptomonedas, le piden que tiene que meter a alguien en la empresa o, si no, pues le van a tener que “retirar”... Y bueno, Tony no conoce a nadie, y además se niega a eso; él solo quiere una nueva vida sencilla.

Pero bueno, como he dicho, eso ya da igual, porque la empresa le vuelve a llevar a la sala y le engañan diciéndole que “vale” a todo. Le suben a una camilla y poco a poco le van amordazando, hasta que Tony se da cuenta de que ese está siendo su retiro… Y con retiro, claro, ya sabéis a lo que me refiero.

DATO CURIOSO#2
John Frankenheimer fue uno de esos directores que parecía sudar cafeína. Perfeccionista hasta la extenuación y con una energía que rozaba lo maniático, rodaba cada película como si le fuera la vida en ello. Durante el rodaje decidió que la alienación y el sinvivir del protagonista debían sentirse en el cuerpo y en el alma de todos los implicados: actores, técnicos y, probablemente, hasta en el servicio de catering. El veterano director de fotografía James Wong Howe, que con casi setenta años no estaba para mierdas, tenía que cargar con la cámara Arriflex 35 IIC, una cámara “portátil” de 35 mm que, solo el cuerpo, pesaba unos 6 kg… pero eso sin contar el objetivo, el chasis de película y el soporte de sonido. En total, la configuración que usaba Howe para esos planos con ojo de pez y movimiento llegaba fácilmente a 20 kg o más. Hay que imaginarlo: un hombre de 67 años, bajito, con una cámara del tamaño de un microondas atada al pecho, corriendo por pasillos y metiendo el cuerpo entre multitudes desnudas para lograr ese efecto de alienación. En entrevistas posteriores, el propio Frankenheimer contaba que Howe parecía “un samurái del sufrimiento”, rodando con un aparato que literalmente le doblaba la espalda mientras el resto del equipo intentaba no desmayarse del calor. Por su parte, Rock Hudson, el protagonista, intentaba entender por qué su supuesto “renacimiento” cinematográfico consistía en pasar horas en exteriores poco habilitados para estrellas de cine, en vez de en los cómodos sets de rodaje habituales que el Hollywood clásico había usado hasta entonces, repitiendo una y otra vez la misma línea de diálogo entre chillidos y discusiones de los técnicos, el DOP y el director. En la escena de la orgía y la vendimia (la que casi mata al equipo entero del calor), el rodaje estuvo a punto de acabar en rebelión: Frankenheimer exigió a los actores desnudarse junto a un grupo de hippies nudistas que encontraron por ahí y a los que convencieron para aparecer en la película. Al final, Rock Hudson consiguió no desnudarse aunque, eso sí, tuvo que manosearse con todos los hippies en un barril de vino. Y encima Frankenheimer —que, aunque estaba al mando y era el que supuestamente sabía lo que hacía y justificaba todo este sindiós en pro de la obra— no era precisamente el más estable del grupo. Continuó el rodaje entre ataques de ansiedad y un miedo recurrente y paranoico a perder la cara. O sea, perder la cara de forma literal, no es ninguna metáfora.

James Wong Howe (centro), señalando un coche amarillo, mientras Frankenheimer (izquierda) y Hudson (derecha) miran hacia la dirección del coche comprobando si de verdad es amarillo o no. Y, si por el contrario, tiene que devolverle la ostia Howe.



ASPECTOS NARRATIVOS.

La película está dividida claramente en tres actos y parte de una estructura clásica aristotélica, pero en cierto modo modificada. Porque aquí la estructura dramática no está al servicio del personaje, sino que lo atrapa y lo aliena.

El primer acto empieza directamente con el “detonante”: la escena de la estación, la que abre la película. El amigo muerto, que le pasa la dirección de la empresa para así poder conseguir su nuevo renacimiento, actúa, como lo llamaba Joseph Campbell, como una “llamada a la aventura”. El individuo de la estación es un arquetipo clásico: el heraldo, un arquetipo que sacude la vida ordinaria del protagonista y lo sume en una crisis.

Lo que pasa es que no sabemos nada de su vida ordinaria: ¿quién es Arthur Hamilton? En la estación ya se nos presenta realmente: es un hombre normal, ya que en multitud de planos se confunde con la muchedumbre y la persecución se vuelve un poco onírica… casi parece un zombi persiguiendo a alguien que por momentos se funde con la multitud.

La presentación es breve y simbólica: a la película también le da igual quién es Arthur, por mucho que el personaje, en esos momentos, se esté cuestionando todo su mundo, toda su vida: su casa, su mujer, su trabajo, su hija, su coche, su estatus, etc.

Cuando su amigo contacta con él por teléfono para pedirle que visite la empresa y Arthur acepta, aunque sin estar completamente conforme, en una película normal empezaría técnicamente el segundo acto: el momento en que el protagonista toma la decisión de perseguir su objetivo y, para conseguirlo, tiene que abandonar su mundo. Aquí Arthur, después de “consultar la decisión con la almohada y de abandonar su trabajo”, visiblemente todavía en la fase de crisis, es cuando se pone en marcha; cuando decide cruzar el umbral metafórico que lo mantenía estancado y del que no hay marcha atrás.

Veréis, en una estructura clásica —la aristotélica de toda la vida—, el segundo acto empieza cuando el protagonista toma una decisión. Es decir, cuando decide abandonar su “mundo ordinario” (en este caso, su casa, su coche, su trabajo, su mujer, su hija, lo que sea) para lanzarse hacia su “objetivo”. Por ejemplo, en Shrek (película que todos habéis visto, ESPERO), Shrek vive feliz en su ciénaga, solo, tranquilo, con su rutina perfecta que vemos durante los créditos. Pero entonces aparece Asno —el detonante— y rompe esa armonía. A partir de ahí, Shrek entra en crisis: le invaden la ciénaga todos los personajes de los cuentos, pierde el control de su mundo y, cuando ya no puede más, decide actuar. Ese momento en el que se planta y va a ver a Lord Farquaad es cuando realmente empieza el segundo acto. Es cuando realmente empieza el viaje, físico y literal: el arco del personaje. 

En este tipo de estructuras clásicas, el objetivo del personaje define quién es. Shrek, por ejemplo, tiene como objetivo “recuperar su ciénaga”, es decir, recuperar su soledad. Pero lo interesante es que Shrek no necesita soledad; lo que realmente necesita es amar y ser amado. Y es precisamente en esa tensión —entre lo que quiere y lo que necesita— donde se construye el conflicto de la película.

La cosa es que en Seconds, el segundo acto no empieza con Hamilton intentando salir de su mundo ordinario ni tomando la decisión que le daría un “objetivo” que perseguir durante el resto de la película. Hamilton no tiene agencia ni control sobre la estructura narrativa. La estructura es independiente de él, de sus deseos. Está durante toda la historia a merced de la empresa, a merced de lo que le pasa. La historia y su estructura avanzan no con él, sino que lo definen, lo encierran. Hamilton, como veremos más adelante, tiene un objetivo impuesto, que además no tiene que perseguir, porque la empresa se lo da sin que tenga que mover un dedo. Lo que quiere —una nueva vida, una nueva identidad, un cuerpo joven— lo obtiene enseguida, sin esfuerzo. Por eso, el conflicto aquí no surge de esa tensión clásica entre “lo que quiero” y “lo que realmente necesito”.
No hay búsqueda de objetivo: hay una búsqueda de “necesidad” en bruto, existencial, en la que el personaje no persigue algo, sino que descubre que ni siquiera sabe lo que necesita.
Encima, como ya he dicho antes, la empresa le intenta imponer un “objetivo y una necesidad” todo el rato.

-¿No cuesta menos avanzar cuando no puede volver atrás? Usted lo sabía ¿no es cierto? Desde que colgó, tras la primera llamada de Charlie… Desde luego que lo sabía.
-¿Me está diciendo que no puedo volver atrás?
-La verdad es que usted no quiere volver atrás… Anda muchacho… ¡Se lo ha merecido usted! Nacer otra vez, vivir otra vez, empezar otra vez, todo nuevo, todo diferente.. Como siempre lo habías soñado. Tienes otra oportunidad…

Si os fijáis, el protagonista, como bien sabe el de la empresa, en realidad sigue sumido en la duda, en la crisis. Por eso es la misma empresa la que se encarga de iniciar el segundo acto, de orquestar, mediante el chantaje y la coerción, un punto de giro en la historia sobre el propio personaje. Es cuando Arthur pasa a ser Wilson, cuando la empresa no le deja volver atrás, cuando lo operan: ahí se produce el primer punto de giro de la película. Es aquí donde acaba realmente el primer acto y empieza el segundo, pero con la diferencia de que el protagonista, antes Hamilton y ahora Wilson, sigue en crisis, no tiene un objetivo que cumplir y su necesidad es impostada.

Aquí funciona porque las tramas se dividen muchas veces en dos: la trama interna —el famoso arco del personaje, desde dónde va y cómo cambia a lo largo de la historia, si es que lo hace— y la trama externa, los eventos a los que reacciona el personaje.
Es decir, volviendo a Shrek, su trama interna sería la negación absoluta de la amistad (en primer lugar) y del amor (en segundo), y su futura aceptación. La trama externa es la clásica: un viaje con bandidos, puentes sobre lava, dragones, mazmorras y princesas que salvar, etc., que ponen en complicaciones a los personajes y accionan la trama interna.
En Seconds, la trama externa es impuesta, eso está claro, pero lo realmente bueno que hace la película es también imponerle una trama interna: la famosa “necesidad” de la que hablamos. Seconds controla todos los aspectos posibles a nivel dramatúrgico sobre el personaje en cuestión.

Por eso, todo el segundo acto, que debería ser un viaje, un recorrido, se vuelve, irónicamente, estático y decadente a nivel espacial y progresivo. Tony entra en el segundo acto con el objetivo cumplido, pero no con su necesidad. Por lo tanto, todo el segundo acto tiene además un aire crepuscular, una especie de construcción que parece más bien el final de algo que el principio.

Desde que llega a Malibú, cuando la película se encuentra más o menos en la mitad, empieza la deceleración que había comenzado ya dentro de la empresa. Aquí la estructura no presiona tanto al personaje, porque teóricamente ya ha cumplido su función: llevarlo a donde quería, a cumplir el mito. Por lo tanto, esa decadencia de la progresión dramática —es decir, que los acontecimientos no siguen una progresión in crescendo, sino más bien irregular— permite ver por primera vez al individuo. La historia, en este punto, la marca el personaje. Sin embargo, esto es una ilusión, como veremos luego.

Durante el segundo acto el ritmo baja: las secuencias como la vendimia o la fiesta, en proporción al resto de la película, son larguísimas, y con razón, porque sirven como yuxtaposición a la “consecución” del clásico viaje del héroe.

El tercer acto comienza tras la fiesta, cuando Wilson se da cuenta de que todos son renacidos, y eso lo empuja a moverse. En este caso, el juego está en intercambiar y superponer la idea de la “muerte metafórica” y la futura “resurrección” del héroe clásico. El héroe que, cuando parecía que había aprendido la lección y había cambiado, de repente lo pierde todo y parece que todo está perdido. Aquí es cuando el héroe realmente aprende, realmente cambia. Aquí es cuando Fiona se va con Lord Farquaad y Shrek comprende que tiene que abrirse y decirle que la quiere. Pero en Seconds, Tony no aprende nada más que lo que ya sabía en el fondo: que el mito, la narrativa, nunca podían ser el fin en sí mismos. Pero sigue, como antes, creyendo en ellos, en su potencial redentor, en que con el “cómo” adecuado se puede entender el “qué”.

El “punto bajo”, el “abismo”, por tanto, actúa, en la práctica, como un detonante que dinamita el mundo ordinario y que, por tanto, cambia el fondo de su crisis. Además, todo esto sucede en elipsis. Es decir, no se sabe con exactitud el tiempo que ha estado Wilson siendo Wilson. Y, en un ejercicio de economía narrativa brillante, el corte de la fiesta a su antigua casa funciona increíblemente bien en este caso, ya que hemos visto un viaje con dudas en el primer acto, para no repetirlo y romper el ritmo.

Si os fijáis, el tercer acto y el primero son espejos uno del otro, porque ese detonante empuja, por segunda vez en toda la película, al personaje a moverse hacia adelante (o al menos a intentarlo, ya que su conflicto, como ya hemos dicho, es estar atrapado dentro de una narrativa, dentro de una estructura mayor que sí mismo). Y cuando vuelve a su antigua casa y la empresa lo secuestra, es Tony quien insiste en el cambio de vida. Por primera vez parece que el personaje tiene agencia: es decir, el inicio del tercer acto, en cualquier otra ficción, parecería el primero.

Una vez en la sede, el personaje vuelve a estar atrapado en esta estructura impuesta, porque ya sabe que, por lo menos, el objetivo que tenía era impuesto, aunque sigue sin saber qué necesita. Él espera que esto sea otro primer acto donde volver a empezar, aunque no sabe que es el tercero. La empresa sí lo sabe; por eso le dicen que meta a alguien más en la empresa para volver a empezar. Por eso, la muerte del protagonista —la que simbólicamente, en las ficciones, suele ser al final del segundo acto— aquí se produce de manera literal. El sistema, la estructura que lo dicta, no permite tener un arco al personaje. No permite su evolución interna, solo la externa. Y cuando se producen indicios de un “renacimiento interno”, es cuando se produce la muerte externa, la literal, la que no mola, vaya.

Lo interesante de Seconds no es solo que el héroe pierda el control sobre su historia, sino que la historia misma sigue funcionando sin él. Es decir, la máquina narrativa no se detiene cuando el personaje deja de actuar. En una tragedia clásica, la acción del héroe construye el sentido; en Seconds, el sentido se construye a pesar del héroe. Es una inversión total del mito, porque aquí el mito no se cuenta: se ejecuta sobre el individuo.

Si en El extranjero¹³ el sujeto pasa a ser objeto en el momento en que el sistema lo define (“es culpable”), en Seconds el individuo deja de ser sujeto en cuanto la estructura dramática le ofrece un lugar: “renacido”. En ese punto ya no actúa, sino que es actuado. Su destino no es trágico, sino técnico. Y lo que en el mito clásico era el aprendizaje, aquí se convierte en un procedimiento.

Así pues, podríamos decir que Seconds no es la historia de un hombre, sino la historia de un mito que se repite a sí mismo; una máquina narrativa que ya no necesita de un alma para ponerse en marcha. El héroe no está dentro del relato, sino debajo de él, sostenido por un sistema que produce deseo y frustración en el mismo gesto. Y eso es lo que la hace tan incómoda: porque el mito ya no es el vehículo del relato, sino su propio motor inercial. No hay un “por qué”, ni un “para qué”; solo el “cómo”, el modo, la forma que se perpetúa porque ya no sabe detenerse. Como si el mito hubiera sobrevivido al hombre y siguiera repitiéndose por pura inercia simbólica, vacía y autosuficiente.

DATO CURIOSO#3
Los créditos iniciales —diseñados, como el póster que habéis visto al principio, por el mítico Saul Bass— llevan la firma de uno de los grandes renovadores del diseño gráfico en Hollywood. Bass, conocido sobre todo por su icónico cartel de Vértigo (De entre los muertos) de Hitchcock, fue uno de los primeros en comprender que un cartel no debía limitarse a vender una película, sino a condensar su esencia emocional y conceptual. Y lo hizo en una época en la que predominaban —como ahora— los afiches recargados, plagados de rostros de estrellas y escenas pintadas. Para la secuencia de créditos de Seconds, Bass trabajó junto al especialista en efectos ópticos John Whitney Sr. —pionero de la animación por ordenador y colaborador suyo también en los créditos de Vértigo— para crear esas imágenes inquietantes de rostros deformados, como si la identidad se derritiera o se fragmentara. La intención era representar visualmente la pérdida del yo y la angustia existencial que atraviesan toda la película. Por cierto, el individuo que aparece en los créditos no es Rock Hudson ni ningún actor del reparto, sino un modelo anónimo que nunca fue acreditado. Entre los trabajos más célebres de Bass destacan los de Anatomy of a Murder, The Man with the Golden Arm, Bunny Lake Is Missing, The Shining, Bonjour Tristesse, West Side Story, Exodus, Spartacus y, por supuesto, Seconds.



ASPECTOS VISUALES

Pequeña introducción al DOP de esta peli.


 La dirección de fotografía de la película estuvo a cargo de James Wong Howe. Nació en Taishan, China, en mil ochocientos noventa y nueve. Siendo todavía un niño, emigró a los Estados Unidos, donde se instaló junto con su familia en el estado de Washington. Su padre tenía la intención de trabajar construyendo el ferrocarril, pero cuando llegó a EE. UU., el grueso de la construcción ya había terminado, por lo que no le quedó más remedio que abrir una tienda de comestibles para poder sobrevivir. Howe, siendo niño, trabajó allí ayudando a su padre. En futuras entrevistas habló de cómo le marcó esta experiencia. Por un lado, la sensación de sentirse un extranjero en su propio entorno le extrañaba y le incomodaba. Por mucho que hablara inglés perfectamente y hubiera vivido prácticamente toda su vida allí, la gente local le seguía tratando como a un inmigrante. Por otro, estaba la fascinación por las fotografías.

A principios del siglo XX, estas eran un símbolo de estatus, y era muy común llevarlas encima como pertenencias indispensables, al igual que su cajetilla de cigarrillos o su reloj; muchos no dudaban en sacarlas para alardear. Este primer contacto con el mundo fotográfico empujó a Howe¹⁴ a comprarse su primera cámara, una Kodak Brownie, con la que empezó a fotografiar a los vecinos y a los clientes que pasaban por su tienda.

James Wong Howe: "A ver, sá­came una foto sacando una foto"

A los dieciséis o diecisiete años¹⁵, tras la muerte de su padre, decidió irse por su cuenta a California en busca de trabajo. No viajó específicamente con la intención de hacer carrera en el mundo del cine; simplemente sabía que en California —y especialmente en Los Ángeles— había oportunidades laborales, y se rumoreaba que los estudios de cine contrataban a muchos jóvenes sin experiencia para tareas básicas.

Una vez allí, consiguió trabajo como mensajero y chico de los recados en los estudios Famous Players–Lasky¹⁶. Allí pasó un tiempo, y su pasión por la fotografía se trasladó al cine. A pesar de que su trabajo consistía únicamente en tareas básicas —barrer los platós, llevar los negativos al laboratorio o sostener paneles reflectores—, su pasión por las cámaras lo llevó a intentar aprender de manera autodidacta en los ratos que podía, convenciendo a los operadores para que le dejasen mirar y aprender el oficio, e intentando sacar el máximo de información de lo poco que le permitían hacer. Durante este periodo trabajó como ayudante para grandes directores del cine mudo, como Cecil B. DeMille, entre otros.

Tras varios meses, pasó rápidamente de “chico de los recados” a operador de cámara, pero no fue hasta 1919, durante el rodaje de una película muda de Mary Miles Minter¹⁷, cuando empezó a ganarse el prestigio de la industria al conseguir oscurecer los ojos azules de la actriz¹⁸. Gracias a eso, Howe pasó de ser un ayudante sin nombre a convertirse en un director de fotografía reconocido dentro del estudio. A partir de ahí, su carrera explotó en el cine mudo, donde fue pionero en técnicas como el uso del deep focus, los objetivos gran angulares, la iluminación en clave baja o la cámara móvil, entre otras.

Ya con la llegada del sonido, siguió trabajando en películas de cada vez mayor prestigio, a pesar de que seguía luchando contra el racismo de la industria, que limitó mucho sus oportunidades. En el 39 fue nominado por primera vez a los Óscar por su trabajo en Algiers (1938), de John Cromwell, y entre 1940 y 1945 estuvo nominado otras cuatro veces, consolidándose así como uno de los directores de fotografía más prestigiosos de ese periodo. Pero aquí su vida personal y laboral dan un vuelco. Howe estaba casado entonces con la escritora, poeta y periodista Sanora Babb. Se conocieron en los años treinta y se casaron en 1937. Babb era conocida como periodista, aunque ya por entonces había escrito su novela más famosa, Cuyos nombres son desconocidos, que narraba las penurias de un grupo de trabajadores durante la Gran Depresión. Intentó publicarla bajo seudónimo, pero fue rechazada por los editores porque tuvo la mala fortuna de coincidir en el tiempo con otra novela de un tal John Steinbeck titulada Las uvas de la ira. Como periodista, Babb dio visibilidad a multitud de causas sociales, sobre todo durante la Gran Depresión, además de ser miembro del Partido Comunista y de unirse al Club de John Reed¹⁹. Con la llegada del macartismo, Babb fue una de las primeras personas incluidas en la lista negra, lo que la obligó a abandonar los Estados Unidos durante casi una década para proteger a su marido. Sin embargo, Howe ya estaba “manchado”, y durante casi una década también sufrió una especie de veto no oficial por parte de los estudios, lo que paralizó su carrera.

A mediados de los años cincuenta, con la ya mencionada “generación de la televisión” y el declive del macartismo —que dieron como resultado un cine mucho más “adulto” e independiente—, su estilo volvió a ser muy valorado. Tanto, que en 1956 ganó su primer Óscar por La rosa tatuada (1955).
Dos años antes de Seconds, Howe ya había ganado su segundo Óscar por Hud (1964). Frankenheimer pensó casi instintivamente en él en cuanto tuvo claro el estilo visual que quería transmitir en la película. Sin embargo, a pesar de que Howe había sido un cineasta bastante experimental durante toda su carrera, fue el propio Frankenheimer quien tuvo que convencer a Howe de llevar su estilo al extremo para Seconds.

El lenguaje visual de Seconds.

Si a nivel narrativo Seconds desmantela la estructura clásica del héroe, visualmente hace exactamente lo mismo con el lenguaje del Hollywood tradicional. La cámara deja de ser un observador invisible para convertirse en un agente que participa del desconcierto del personaje. Frankenheimer hereda del cine de la Nouvelle Vague y el Neorrealismo italiano una desconfianza profunda hacia la mirada estable y hacia el encuadre “correcto”. En su lugar, construye una gramática basada en la distorsión, el desequilibrio y la pérdida de referencia.

El uso de lentes gran angulares, característico de James Wong Howe, pero que volvió más extremo en esta película, no solo tenía la intención de ampliar el campo visual, sino que acentuaba la distorsión de la perspectiva en los extremos del encuadre, forzando una sensación de curvatura espacial que convierte los rostros en superficies extrañas. Este efecto —producto de ópticas en torno a los 18 o 21 mm en formato anamórfico— deforma los espacios domésticos hasta el punto de que las líneas rectas parecen ceder ante la presencia del sujeto, como si el entorno lo absorbiera ópticamente²⁰. Además, su uso en los primeros planos hace que la proximidad física y emocional que sintamos con el personaje también se deforme, es decir, que los primeros planos del rostro del protagonista, que deberían causar emoción, causan rechazo, malestar y miedo mediante la deformación que la óptica causa en la cara del personaje.


Además, la profundidad de campo extrema, lograda mediante diafragmas muy cerrados y una iluminación de alta intensidad, elimina la jerarquía entre figura y fondo: todo coexiste en el mismo plano de nitidez, impidiendo que el ojo del espectador descanse o que la composición ofrezca un punto de fuga estable o académico. En términos técnicos, la profundidad de campo se refiere al rango de distancia dentro del cual los elementos de la imagen aparecen nítidos. En cine, controlar esa distancia permite dirigir o dispersar la atención del espectador y posicionar a los personajes y los objetos en niveles distintos, construyendo así una gramática de composición que afecta a cómo se relacionan entre sí los sujetos y objetos de la imagen. Una profundidad de campo reducida separa mediante el desenfoque los distintos planos, es decir, que puede separar el primer plano, el plano medio y el fondo, desenfocando lo que el director quiere no mostrar y aislando el objeto de interés de los demás.


Ejemplo de poca profundidad de campo en Oppenhaimer (2023)

 Ejemplo de gran profundidad de campo en PlayTime (1967)

Sin embargo, la profundidad de campo por sí sola no construye el sentido del plano; lo hace en combinación con la composición, entre otras muchas cosas. Es decir, no basta con que todo esté a foco: importa también qué hay en cada plano de profundidad, cómo se relacionan entre sí los elementos y qué jerarquía impone el encuadre.

Mitiquísimo plano de la película Ciudadano Kane (1941). Aquí Gregg Toland y Orson Welles no solo usan una gran profundidad de campo para dar sentido al plano, sino una composición escalonada, donde cada capa espacial corresponde a un nivel de poder y de significado: el acto legal (frontal y tangible), el juicio moral (en el medio) y la pérdida de la inocencia (al fondo). Todo coexiste en el mismo plano de nitidez; sin embargo, es la composición la que dirige la mirada, pero sin forzarla.

En Seconds, Howe retoma esa técnica, pero invierte su función dramática. La nitidez total ya no organiza el mundo, sino que lo desestabiliza. La composición —en pasillos infinitos, interiores simétricos, diagonales agresivas— expone su inestabilidad. El espectador ya no observa una jerarquía visual (como en Ciudadano Kane), porque las figuras humanas, y sobre todo el protagonista de la película, quedan atrapados mediante la propia construcción del encuadre.







En ese sentido, la puesta en escena tiene mucho de expresionismo alemán de los años veinte²¹, aunque reformulado a través del realismo óptico del cine moderno. En los filmes de Robert Wiene o Murnau, la distorsión de los decorados servía para externalizar la psicología del personaje; el espacio era un espejo de la mente. Seconds recoge esa herencia, pero la traslada al terreno de lo cotidiano, a través de oficinas anodinas, pasillos infinitos y casas perfectamente normales que, bajo la dirección de foto de Howe, se vuelven laberintos mentales. Uniéndose así con la tesis de la película, mostrando de manera visual cómo el entorno y las estructuras creadas por la sociedad se comen al individuo.

Seconds (1966)

El gabinete del doctor Caligari (1920)

A nivel lumínico, Howe refuerza esta idea mediante una iluminación en clave baja, heredera también del expresionismo alemán, pero depurada con el estilo de Frankenheimer. La luz en la película erosiona el volumen de las figuras humanas, aplana los rostros, borra los contornos y deja a los personajes suspendidos entre la oscuridad y un blanco intenso en los primeros planos. En los planos más abiertos, los contrastes tonales también siguen siendo violentos; cada fuente de luz —focos fluorescentes, lámparas domésticas, focos industriales— está integrada en el decorado, generando una atmósfera fría y clínica que genera distancia entre el personaje y su entorno, impidiéndole que encuentre refugio emocional en ellos. Esa decisión, además, se potencia por la elección deliberada de rodar en blanco y negro, en un momento (mediados de los sesenta) en que el color ya dominaba la industria.





Por otro lado, otra de las cosas que llaman mucho la atención de esta película es la obsesión de Howe y Frankenheimer con las angulaciones de cámara para desestabilizar el eje natural de la mirada. La mayoría de los primeros planos (tanto picados como contrapicados) refuerzan esa idea expresiva de concebir la cámara como un elemento más de la película, distorsionando la percepción del espectador sobre el protagonista dependiendo de la situación dramática específica en la que se encuentra en cada momento.

En el lenguaje cinematográfico, la angulación de cámara básicamente cumple una función estructural en la construcción del significado visual. No se limita a determinar la posición del espectador frente a la acción, sino que establece relaciones de jerarquía, tensión y percepción entre los sujetos representados. El plano picado, en el que la cámara se sitúa por encima del eje de mirada y apunta hacia abajo, tiende a reducir la escala visual del personaje dentro del encuadre. Este efecto produce una sensación de inferioridad o sometimiento, ya sea psicológica o narrativa, reforzando la idea de que el entorno ejerce una presión o control sobre el individuo. Por el contrario, el plano contrapicado —con la cámara situada por debajo del sujeto y orientada hacia arriba— amplifica su presencia en el encuadre, otorgándole una apariencia de dominio, autoridad o incluso distorsión perceptiva, según la distancia focal utilizada.²²

Pero en Seconds, muchas veces, la angulación se desliga de la función clásica y académica de la composición jerárquica visual. Los picados no empequeñecen siempre al personaje desde un punto de vista narrativo —como harían en el lenguaje clásico—; muchas veces lo sitúan dentro de un entorno que parece observarlo, diseccionarlo y absorberlo. Los contrapicados, por su parte, no lo engrandecen siempre y, echando mano de los ya mencionados grandes angulares y las distancias cortas, el cuerpo se curva, las líneas arquitectónicas convergen en direcciones imposibles y el personaje se ve literalmente deformado por la geometría que lo rodea, consiguiendo que un contrapicado empequeñezca al personaje.

Plano contrapicado, que bajo la teoría clásica debería dar una apariencia de dominio o autoridad, justo en el momento en que, a nivel dramático, menos autoridad y menos dominio de la situación tiene el pobre Tony; que, a su vez, queda relegado al borde del encuadre junto con los celadores. Es decir, que la contraparte que supuestamente sí tiene el control también está relegada al borde del encuadre y ocupa una posición mínima, porque el protagonista —el que tiene la jerarquía aquí— es el entorno, la arquitectura. Aquí es la línea del pasillo la que construye el punto de fuga y guía la mirada del espectador a eso negro del fondo que es una puerta. Es decir, que el punto de fuga es más poderoso que los propios personajes. ¿Y qué nos señala el punto de fuga? Bueno, teniendo en cuenta que es la escena en la que le “retiran”, pues ya os podéis imaginar.

Plano contrapicado tipo POV (point-of-view, en este caso del protagonista, Tony) que copiaría David Fincher en Fight Club (1999)²³, y que va alineado dramáticamente con la teoría clásica, ya que este es el momento en el que Tony, en su fiesta, les dice a todos que es un renacido, y todos los demás renacidos se enfadan con él porque eso no se dice y le inflan a ostias. Bueno, en este plano aún no, pero la idea dramática sí está ya ahí, por lo que vemos a los sujetos, que le van a cargar a trompadas, enormes, ocupando prácticamente todo el plano y creando un punto de fuga por mirada²⁴. Además de tener poquísimo aire, invaden también el espacio del espectador. Como el punto de fuga aquí no es geométrico, resulta más inestable para el espectador, que se ve superado también de esa forma al no haber un lugar tan evidente en el que fijar la mirada.

Otra de las cosas curiosas es la gramática direccional de la película. Durante los dos primeros actos, el protagonista atraviesa el encuadre desplazándose de izquierda a derecha, lo cual —según la lógica del lenguaje pictórico occidental, moldeado por siglos de lectura lineal y por esa idea moderna de que el tiempo “avanza” como un vector— implica lo contrario de lo que solemos asociar a un viaje de transformación. En nuestra cultura visual²⁵, moverse hacia la derecha no es progresar: es volver, retroceder hacia lo ya conocido, hacia el pasado o el estancamiento. Lo “nuevo”, lo que apunta simbólicamente al futuro, suele colocarse en la izquierda del plano. Por eso, que la película insista en que el personaje se desplace contra ese código, recorriendo la pantalla en la dirección “incorrecta”, genera la sensación soterrada de que en realidad no está cambiando nada, de que su trayecto es más bien un rodeo dentro de sí mismo. No es hasta el tercer acto, cuando ese eje direccional se invierte, que el movimiento adquiere por fin esa cualidad de apertura, como si la película le permitiera, por primera vez, avanzar hacia algo distinto, que es la muerte.

DATO CURIOSO#4
En el Festival de Cannes de 1966, Seconds fue abucheada violentamente.²⁶ Muchos críticos la consideraron “pretenciosa”, “grotesca” o “incomprensible”. El propio Frankenheimer dijo que fue el peor momento de su carrera: “Era una película sobre un hombre que pierde su identidad y esa noche sentí que yo había perdido la mía.” El público estadounidense tampoco la entendió: Paramount apenas la promocionó, y el filme desapareció hasta finales de los 70, cuando empezó a circular entre cineclubs y revistas contraculturales.


3. MIS INTERPRETACIONES (BASICAMENTE MI OPINIÓN)

Bueno, ahora, después de toda esta chapa, debería venir lo divertido e interesante: ¿qué me ha parecido a mí la película? La verdad es que me ha gustado.

Y ya. ¿Os imagináis que después de todo esto tengo los cojonazos de acabarlo así? No, no. No voy a haceros eso. La verdad es que, como esta es la primera vez que secciono así un “artículo” (lo pongo entre comillas porque esto ya no sé ni lo que es), no tengo realmente ni puta idea de qué quiero poner aquí. O sea, no sé concretamente qué es lo que quiero poner. Como siempre, tenía una idea vaga (que en mi cabeza era espectacular) para que este texto —que sí que es verdad que por momentos se puede hacer densote— terminara con un rollo más personal y diarresco, en un sentido más coloquial. Algo así como lo que hacen algunos directores en ciertos festivales cuando se ponen a hablar de su obra con el público en un tono… bueno, el tono depende del festival, pero se entiende la movida. El caso es que llegué a esta sección del texto, pasaron los días, las páginas seguían en blanco y yo me veía incapaz de enfocar esa idea abstracta de “coloquio” con el lector de alguna manera interesante. Vamos, que empecé a pensar que quizá la idea del coloquio era una mierda, y por un momento pensé en abandonarla… hasta que se me ocurrió este párrafo. Es decir: no sabía exactamente a qué agarrarme para empezar a escribir, así que, con todo el descaro del mundo, he decidido probablemente escoger la peor manera de hacerlo, que es referenciar la propia ausencia de ideas y de texto para rellenar este hueco. Esto nos hace mucha gracia a los que escribimos estas mierdas, pero sé que es una puta tortura para el lector que ahora mismo está leyendo esto, por lo que pido perdón una vez más por este párrafo. Y sé que ya en 2025 esto de “disculparse por el chiste” no necesariamente salva el chiste, pero es lo único que me quedaba, así que ruego comprensión.

Ahora sí, dicho esto, nos centramos en lo que nos tenemos que comentar: ¿qué me ha parecido a mí la película? ¿Os imagináis que no avanzo de aquí? Sjjsjs… No. Tranquilos, esto no es Pálido fuego. Bueno, he intentado enfocar esto de una manera en que podáis encontrar aquí cosas que no se hayan dicho en otras “reviews” o “análisis” que podéis encontrar por internet. Me he leído muchos y os puedo asegurar que ni uno, ni uno, menciona el papel de las mujeres dentro de la película.

(Se activa momento hombre al rescate)

Como ya he dicho antes, Seconds es una película de hombres, hecha para hombres. Y no de forma intencional. Me refiero a que, cuando John Frankenheimer pensaba en la “alienación del hombre”, estoy seguro de que pasó por alto que quizá una ama de casa podía entender esta situación de mejor manera que un hombre de aquella época. Y que si hablamos de individuos atrapados en sistemas abstractos y absorbidos por ellos, joder, qué mejor ejemplo que una mujer de los cincuenta: estaba atrapada, se tenía que casar, tenía que tener hijos, su vida social estaba subordinada a sus tareas domésticas y de cría de hijos y de su marido, no tenía libertad financiera, ni libertad artística en un sentido industrial (no había mujeres directoras ni guionistas…). Lo que revela la película sin darse cuenta es que las mujeres forman parte del decorado intercambiable. (Tony pasa de su aburrida esposa a estar con una mujer alocada, joven, despreocupada y sexy que le ofrece lo que supuestamente todos los hombres quieren, y que no hace falta que mencione). Es decir, las imágenes y representaciones, las estructuras que forman su identidad y a la vez las oprimen, giran alrededor del deseo masculino.

La opción de renacer y cambiar los símbolos que te codifican como individuo —y que, según la empresa, te liberan— es un privilegio también masculino, ya que la propia mujer no es más que representación de él mismo. Es una imagen mediada por la economía del deseo masculino.

(Finaliza momento hombre al rescate)

Otra cosa que nadie ha analizado es cómo esta película muestra que la imagen se ha comido al mundo. Es decir, cómo el mundo avanza hacia realidades representadas, las llamadas hiperrealidades. Esto es lo mejor con diferencia de toda la película y, curiosamente, hace que sea tan actual.

A lo que me refiero con esto es que, como ya afirmaba Guy Debord justo en aquella época, en su maravilloso libro La sociedad del espectáculo, la cultura capitalista postmoderna se aventuraba hacia una realidad mediada por imágenes. Es decir, que el propio sistema de representación estaba empezando, mediante los mecanismos económicos y mediáticos, a sustituir la experiencia real por representaciones de la misma vendidas como reales.

Por ejemplo, en el siglo XVIII tú podías ir al Coliseo romano (si tenías dinero y suficiente tiempo libre) y verlo. La experiencia de verlo era puramente presentista, ya que no había ninguna forma de preservar la experiencia más allá de la memoria. Podías representarla, escribir sobre el monumento, comprar un cuadro de él, contar que fuiste al dueño del bar de tu pueblo… pero ninguna de esas representaciones superaba o se imponía al hecho de haber estado allí, presente, frente a esas ruinas. Eras solo tú y un puñado de piedras.

Ahora, si vas al Coliseo, lo primero que te encuentras es a más gente viendo el Coliseo. Y no solo eso: gente con guías que les explican el Coliseo. La gente allí se saca fotos para inmortalizar el momento (llegando incluso a ponerse de espaldas a él y pasar minutos sin verlo, sabiendo que igual es la última vez que están allí). Lo que pasa es que “ir a ver el Coliseo” ya no es solo, en pleno siglo XXI, “ir a ver el Coliseo”. Empezando porque puedes verlo desde Google Maps desde todos los ángulos posibles. Pero, más allá de eso, “ir a ver el Coliseo” implica mostrar y subir fotos de que has estado en el Coliseo, o simplemente eso: sacar fotos para recordarlo años más tarde.

Este es un ejemplo simple de cómo la experiencia de ver un puñado de ruinas se transforma en una representación de sí misma, y no solo eso: la trasciende, y la representación se traga la realidad. Empezando por el guía que te explica el Coliseo (media la percepción entre tú y la ruina; ya no puedes ir tú solo e interactuar como quieras, sino que pagas por una representación de la idea de la ruina), y siguiendo por las fotos, donde mucha gente (más de la que quiere admitirlo) está más pendiente de cómo va a enseñar la foto del monumento que del propio monumento. Es decir, está confundiendo la representación de la imagen con la imagen.

Esta separación —entre el sujeto y su propia experiencia, entre el individuo y la comunidad— es la esencia del espectáculo: la vida se contempla en lugar de vivirse, los vínculos se convierten en apariencias, y la existencia entera se reorganiza como un flujo de imágenes cuya función no es reflejar la realidad, sino reproducir la lógica del sistema que las genera. Por eso Debord habla del “empobrecimiento de lo vivido”: cuanto más total es la representación, menos espacio queda para la experiencia no mediada.

Esto se ve muy bien en Seconds, como ya hemos visto, porque allí toda su vida es una representación de imágenes prefabricadas por el sistema que las legitima: la propia empresa. Por eso, cuando uno es consciente de que la representación se está comiendo la realidad de la experiencia vivida, le resulta tan difícil y tan violento participar en ella: se siente absorbido por su lógica. Y no solo eso: como ya hemos visto con la representación de la mujer en la película, todo tu ser puede no ser más que una imagen mediada. Una representación en sí y para sí. Realmente eso son los perfiles de redes como Instagram: meras representaciones que solo se validan a sí mismas. Son hiperrealidades. Representaciones que no necesitan remitir a nada real más allá de sí mismas para legitimarse, sustituyendo la realidad de forma total.

Seconds es una película que nos habla de la inevitabilidad de la lucha contra estas representaciones que, en última instancia, nos definen y nos encierran a partes iguales, que nos dictan quiénes debemos ser y cómo comportarnos, y que nos alienan: el género, la profesión, la raza, el poder adquisitivo, la nacionalidad, la religión… La película es pesimista porque el mundo la ha invitado a serlo. No da respuestas sobre cómo enfrentarnos a estas representaciones, pero sí nos advierte de la peligrosidad de confundirlas con la totalidad de nuestro yo. Una vez que el sujeto es consciente de la máscara, no puede dejar de ver que lo que posee es solo eso: una máscara. Pero más allá de ella, ¿qué hay? En Seconds, más máscaras. Y eso, aunque parezca contradictorio, es la única buena noticia: que haya más máscaras significa que detrás de ellas hay alguien. Quizá choque con su representación —al final, es inevitable—, pero eso no impide que tengamos herramientas para atravesarlas.

Frankenheimer lo sabía; por eso hizo esta película. Por eso gritó: “Tengo una máscara, porque los demás también la tienen.” El mensaje profundo de Seconds es que solo quien es consciente de su propia máscara puede darse cuenta de que los demás también la llevan. Solo entonces uno puede empezar a distinguir qué parte de cada uno es moldeada por la máscara que nos dieron al nacer y cuál pertenece verdaderamente a nosotros. Y ahí comienza el juego real: lo humano, la experiencia de búsqueda de sentido. Quizá nunca sepamos cómo quitárnosla, pero está claro que es muy fácil fundirse con ella y fingir que nada ha pasado. Y eso… sí que es muy triste.


NOTAS Y APORTACIONES EXTRA

1. Sé que el título en español es Plan diabólico y he de decir que, aunque no tenga nada que ver con Seconds, va bastante duro, pero durante todo el texto utilizaré su título original en inglés porque ya me veo que la voy a mencionar bastante y, qué queréis que os diga, es infinitamente más fácil teclear “Seconds” (que, encima, en la configuración qwerty está sorprendentemente a mano) que “Plan diabólico”, y ya ni os digo “El otro Sr. Hamilton”. Así que espero que me disculpéis en caso de que esto sea confuso.

2. De hecho, llegó a hacer documentales para la propia familia Kennedy, a la que fue muy cercano. Se dice que quedó devastado cuando se enteró del asesinato de John F. Kennedy, lo que le causó una grave depresión. A partir de ese momento, Frankenheimer abandonaría las pretensiones políticas de sus películas.

3. Bueno, exisitir tecnicamente si existían ya en los 50, pero la cosa es mucho más colpleja e interesante: Durante los primeros años de la televisión, toda la producción se realizaba y se emitía en directo por razones estrictamente técnicas. Las cámaras de televisión de la época no registraban imágenes sobre película, sino que convertían la luz en una señal electrónica mediante un tubo de captación (habitualmente un Image Orthicon o un Iconoscope). Esa señal se transmitía instantáneamente a los equipos de emisión y, desde allí, a los receptores domésticos a través de ondas de radio. No existía ningún dispositivo capaz de almacenar una señal de vídeo en tiempo real con suficiente calidad. Por tanto, la única manera de “mostrar” algo por televisión era haciéndolo en el momento de la emisión. El cine, por su parte, ya disponía de un sistema de registro fiable —la película fotoquímica—, pero su lógica era completamente distinta. La televisión era un medio electrónico continuo, mientras que el cine funcionaba mediante la exposición intermitente de fotogramas. Integrar ambos procesos resultaba complicado. Las cámaras de televisión no podían utilizar película y las cámaras de cine no podían emitir señales eléctricas. Cuando se quería conservar una emisión, se recurría a un método intermedio llamado kinescopio, que consistía en filmar con una cámara cinematográfica la imagen que aparecía en un monitor de televisión. Este proceso generaba una copia analógica de la emisión, pero con una calidad muy inferior. La frecuencia de parpadeo del monitor producía flicker, el contraste se reducía drásticamente y la resolución quedaba limitada por la pantalla filmada. Además, era caro y lento, lo que impedía su uso regular como sistema de producción. Por estas limitaciones, los programas se representaban en tiempo real dentro del estudio. Las cámaras, los mezcladores de vídeo y los controladores de emisión trabajaban sincronizados para generar una señal única de salida. Los cambios de plano, efectos y transiciones se realizaban en directo mediante un control de realización que seleccionaba las señales de las diferentes cámaras. Todo se preparaba como una secuencia continua, sin posibilidad de edición posterior. El cambio técnico fundamental llegó en 1956, con la presentación por parte de Ampex del primer videograbador de cinta magnética, el modelo VRX-1000 (posteriormente conocido como Ampex Mark IV). Este dispositivo utilizaba cinta de una pulgada de ancho y un sistema de escaneado quadruplex, que grababa la señal de vídeo transversalmente mediante cuatro cabezales rotatorios. Gracias a esta técnica, era posible registrar una señal de televisión con una calidad casi indistinguible de la emisión original. Por primera vez, una cadena podía grabar una emisión y reproducirla después sin pérdida de calidad perceptible. Esto revolucionó la industria, permitió diferir horarios, repetir programas, realizar pausas publicitarias con precisión y, más adelante, editar el material mediante cortes de cinta. En apenas unos años, el uso del videotapes sustituyó casi por completo el directo obligatorio. Durante la transición, muchas productoras combinaron ambos sistemas. Escenas exteriores rodadas en película (por su mayor movilidad y calidad de imagen) y secuencias interiores grabadas en cinta de vídeo… Ademas, la aparición de la cinta de vídeo no solo transformó los procesos de producción televisiva: redujo drásticamente la distancia técnica entre el cine y la televisión. A partir de ese momento, ambos medios comenzaron a compartir herramientas, lenguajes y modos de trabajo. Con el tiempo eliminó casi por completo las diferencias materiales entre ambos formatos. Hoy, una serie y una película pueden rodarse con el mismo equipo de cámara, las mismas ópticas y los mismos flujos de posproducción. En muchos casos, los rodajes de series se organizan como los de una película, sin seguir el orden narrativo de emisión y con equipos técnicos idénticos. La diferencia radica más en el modelo industrial y en los presupuestos que en la tecnología. El cine mantiene cierta libertad creativa vinculada a su tradición autoral y a su estructura todavía parcialmente independiente, mientras que la televisión —aunque mucho más ambiciosa que antes— responde a un sistema de producción más controlado y seriado. En cualquier caso, la convergencia es evidente, hoy las grandes producciones cinematográficas y televisivas terminan coexistiendo en el mismo destino final, las plataformas digitales, donde los límites entre ambos lenguajes se han vuelto esencialmente difusos. Pero bueno, eso ya es otro tema que no nos ocupa y bastante me ido ya por las ramas con el tema de la cinta de video, pero como me parecia curiosa la historia, pues aquí os la endoso.

4. Dicho esto, conviene recordar que, como siempre, la excepción confirma la regla. En los cincuenta se hicieron grandísimas películas incluso dentro de un Hollywood que empezaba a notar que repetir las fórmulas de los años treinta ya no bastaba para llenar las salas. Sin embargo, lo que hoy recordamos no es el panorama completo, sino una versión muy editada del pasado, una selección de obras que resistieron el desgaste del tiempo y los cambios de gusto de la crítica —Vértigo, El crepúsculo de los dioses, La noche del cazador, 12 hombres sin piedad, Centauros del desierto, Con la muerte en los talones, Eva al desnudo…—.La crisis fue más a finales de los 40 y en la primera mitad de los 50, cuando muchos directores y guionistas se vieron obligados a aumentar su producción anual y a trabajar por contrato o encargo en películas de bajo presupuesto concebidas únicamente para cuadrar cuentas. Sobretodo en productoras como la RKO, la más débil de las cinco grandes, que se empezaban a ir a pique y por eso empezaban a apretar el culo.
De hecho, hubo hasta peliculas que se hicieron famosas, de este periodo, precisamente por ser no solo horripilantes, sino porque muchas estaban encerradas ademas e lios contractuales como:
The Big Sky (1952, Howard Hawks)
Hawks la dirigió sin ganas; fue un encarogo de la RKO que él mismo reconoció que “algo rompió” en su entusiasmo por hacer cine. Intentó volver a sus fórmulas de aventuras y el resultado fue irregular. Tuvieron que recortarle 20 minutos a la version presentada en el estreno para hacerla rentable. 
The Fugitive (John Ford, 1947).
Sabes que la has cagado bien cagada cuando, en el Festival de Venecia, tu película es premiada por la Organización Católica Internacional del Cine por su “contribución al renacimiento de los valores morales y espirituales de la humanidad”. Años después, el propio Ford reconoció: “No sé qué estaba pensando”.
The Silver Chalice (Victor Saville, 1954)
Paul Newman debuto como actor en esta pelicula. 
Nadie la fue a ver al cine, pero años despues, cuando Newman salto a la fama, la quisieron dar en la tele. Newman compro espacios publicitarios antes del estreno pidiendo perdón a la gente y recomendando no verla. Para sorpresa de 0 unidades de personas: fue un exito. (Esto fue real, no esta sacado de BoJack Horseman)
Jet Pilot (Josef von Sternberg, 1957)
El director de El ángel azul y Marruecos terminó haciendo propaganda anticomunista con John Wayne y Janet Leigh, en una producción de Howard Hughes. La película se rodó en 1949 por encargo de la RKO, pero no se estrenó hasta 1957. ¿Por qué tanto retraso? Porque cuando la vieron, les pareció un desastre sin remedio y mira que el liston etaba bajo. Hughes la retocó y remontó durante años —llegó a añadir escenas aéreas nuevas y a modificar el montaje—, hasta que finalmente, en plena histeria anticomunista de los cincuenta, alguien decidió que por fin era el momento “adecuado” para estrenarla.

5. Los grandes estudios, o Major Companies como se les llamaba por entonces, producían alrededor del 60 al 70 % de las películas, distribuían entre el 90 y el 95 % de los títulos importantes y recibían del 85 al 90 % de la recaudación total. Los productores independientes, agrupados desde 1932 en la Independent Motion Picture Association, venían batallando contra esta situación desde hacía tiempo, alegando que violaba la Ley Sherman contra los monopolios. Finalmente, en 1948, consiguieron una victoria histórica en los tribunales que obligó a las Majors a desvincular el negocio de la producción del de la exhibición. Fue, sin embargo, una victoria más bien simbólica, porque en la práctica, durante los cincuenta, el panorama cambió poco. Las grandes compañías no estaban tan preocupadas por los productores independientes como por su nuevo y peligroso enemigo: la televisión. En 1946 existían apenas unos 11 000 receptores en todo Estados Unidos; seis años después, en 1952, la cifra se había disparado a más de 21 millones. Ante esta expansión vertiginosa, la industria cinematográfica reaccionó intentando restringir el alquiler de películas para reforzar la asistencia a las salas de cine, que por entonces ya empezaban a mostrar un descenso sostenido de público.

6. En 1947, Trumbo y nueve compañeros mas se enfrentaron a la HUAC (House Un-American Activities Committee). Se negaron a declarar sobre sus afiliaciones y las de otros, argumentando que cualquier colaboración forzada violaba la Constitución .La respuesta del comité golpeó a Los hollywood ten con una sentencia de desacato al Congreso, los encarceló y los obligós a vivir bajo la lista negra de Hollywood, una condena que borró su nombre de los créditos y lo empujó a escribir a escondidas bajo seudónimos o mediante intermediarios.

7. El modelo suburbano se promovió como un ideal cultural que reforzaba los valores de la familia nuclear y la propiedad privada. La vida en edificios densamente poblados era percibida como un riesgo, asociado al colectivismo y a formas de vida consideradas “comunistas”. Alejar a las familias hacia casas individuales fomentaba el individualismo, la autonomía y un estilo de vida privado, desligado de la comunidad urbana.

8. Además, lo apuntaron a otros cursos. Muchos cursos. Cursos de baile y canto (por si algún día lo necesitaban para un musical, o para hacer el gamba en un anuncio de cigarrillos); de esgrima (por si tocaba hacer alguna mierda medieval con espadas y frases rimbombantes, supongo); de montar a caballo (para los westerns, para que sino). Clases de dicción también, claro, para borrar cualquier acento de paleto. En el caso de Roy, que venía de Illinois, pues imagináos… Pero lo mejor eran los cursos de modales: una especie de adoctrinamiento coreográfico post-victoriano para que aprendieran a comer sin parecer pobres; a cómo “entrar en una habitación” (sea lo que sea que signifique eso, aunque supongo que es una de esas cosas que solo entienden la gente que en navidad tiene todas las sillas iguales, o que en todas sus habitaciones tiene la cama en el centro); a beber sin parecer borrachos (una habilidad muy valorada en Hollywood, por cierto); a fumar… O sea: daban clases de fumar. Clases. De fumar.

9. Bueno, aunque años más tarde Robert De Niro nos enseñaría que puedes pasar perfectamente del “mira qué bien actúa este chico del Padrino o de Taxi Driver” al “ostias, no me puedo creer que el "Dirty Grandpa" del actor ‘solo guapo por el momento que viene de la televisión protagonizando el musical adolescente High School Musical, Zac Efron’, sea el mítico Robert De Niro, el que actuaba en Taxi Driver o El Padrino”.

10. Aquí hay una malísima planificación urbana si me preguntas. 

11. Que se parece muchísimo a Woody Harrelson, por cierto. Pero, en aras del rigor, debo confesar que no he encontrado ninguna evidencia de que Richard Anderson —el actor que interpreta al cirujano— tenga parentesco o relación alguna con Harrelson. Lo que sí he encontrado es algo todavía mejor: Anderson puso la voz al narrador de Kung Fu: The Legend Continues, la secuela noventera de la serie setentera Kung Fu.  Una serie de acción en la que un monje shaolinᵃ viajaba por el Salvaje Oeste estadounidense para encontrar a una especie de medio hermano, mientras repartía a partes iguales lecciones budistas y patadas voladoras. Todo esto mientras le perseguía el gobierno chino por, aparentemente, quemar un templo o algo así. Aunque cueste creerlo, la serie original no funcionó demasiado bien en Estados Unidos y fue cancelada tras la tercera temporada (sin encontrar al puto hermano, para más inri). Sin embargo, una vez vendida a cadenas internacionales, sí cosechó cierto éxito, especialmente en España.  De ahí que en los 90 produjeran una secuela, Kung Fu: The Legend Continues. En ella, el nieto del monje shaolin que cruzó el Oeste repartiendo hostias y sabiduría zen tiene ahora un templo en Los Ángeles en el que enseña budismo y kung-fu a occidentales con aspiraciones espirituales. Todo va razonablemente bien hasta que descubre que uno de sus maestros está utilizando el centro para entrenar asesinos. El nieto lo expulsa, claro, y el maestro traidor —junto con los asesinos— le prende fuego al templo/gimnasio/centro de bienestar espiritual kisch, así que nuestro protagonista decide emprender una búsqueda de venganza. Intentaban darle un tono crepuscular y serio, pero parece más bien una película inventada por Ben Stiller (para lo bueno y para lo malo). Si queréis ver la increíble (y larguísima) intro en la que te resumen toda la serie y se escucha la voz del propio Richard Anderson, aquí la tenéis:

a) El monje shaolin de primeras iba a ser Bruce Lee, pero los productores decidieron que era “demasiado asiático”, no fuera a ser que el público se confundiera viendo a un monje shaolin interpretado por… un asiático. Imagino que querían evitar ese exceso de realismo que podría desestabilizar a la audiencia. Así que pusieron a David Carradine, un tipo que no tenía ni pajolera idea de artes marciales, pero que tenía los ojos un pelín achinados.

12. Que tiene un aire un poquillo siniestro. Tambien se parece muchisimo a David Lynch. Bueno, es mas bien una mezlca ente David Lynch y Gary Lineker. No se por que he hecho esta conexion tan estraña en mi cabeza pero bueno, esto ya si que no viene para nada cuento pero, ¿Sabiais que Gary Lineker se cago encima durante un partido? Si tecleais en YouTube hay un video discretamente titulado: “Gary Lineker literally shits himself against Ireland World Cup 1990” donde bueno… pues veis lo que paso y como el pobre Gary intenta disimular. 

13. El extranjero (Albert Camus, 1942) es una novela existencialista que narra la historia de Meursault, un hombre indiferente al mundo que, tras cometer un asesinato aparentemente sin motivo, es juzgado más por su falta de emociones que por el crimen en sí. La obra muestra cómo la sociedad impone sentido y culpabilidad sobre alguien que vive fuera de sus códigos morales, convirtiéndolo así en un “objeto” dentro de su sistema.

14. En futuras entrevistas hablo mas a fondo de que fue exactamente lo que le fascinaba al ver las fotografias de los familiares de los trabajadores del ferrocarril y de los clientes de su tienda, y sobre todo, lo que le llamo mas la antencion de la fotografia: Me gustaba mirar cómo la gente se veía distinta cuando la luz les daba en los ojos. Quizá por eso terminé en el cine; era otra forma de mirar a los demás sin que se sintieran observados.

15. No tengo la información exacta por mucho que he buscado.

16. Que luego serían la Paramount.

17. Probablemente se trate de The Strangers’ Banquet (1922). Lo que pasa es que hay información sobre la anécdota, pero no sobre la película; esto se debe a que, por aquella época, las acreditaciones no estaban tan formalizadas como ahora. Solo aparecian en los creditos el director, los actores principales y el estudio,  así que es muy difícil —sobre todo en casos como este, en los que hablamos de operarios— saber quién hizo qué y cuándo. Además, en aquellos años Hollywood era mucho más “salvaje” y desordenado que hoy, y era común eso de tener “gente de prácticas” a tu servicio para cualquier clase de locura sin necesidad de pagar, metodo que os estara sonando a chino y que para nada se utiliza ahora. Bueno… ya sabéis a qué me refiero.

18. Veréis, en esa época las películas se rodaban con película ortocromática, que tenía un gran defecto técnico, y es que no registraba bien los tonos de azul, por lo que los ojos claros (azules o verdes) de muchos actores y actrices aparecían deslavados. Mary Miles Minter —una estrella muy popular del cine mudo— tenía precisamente los ojos muy claros, y Howe notó que, en cámara, se veían casi blancos, lo que arruinaba la expresividad de su rostro. Buscando una solución, forró la cámara con terciopelo negro para que el reflejo oscuro se viera en sus pupilas y estas parecieran más profundas y contrastadas. El truco funcionó tan bien que Minter quedó encantada con el resultado y pidió personalmente que Howe fuera su operador de cámara en sus siguientes películas.

19. Fue un periodista y poeta y fundador del partido comunsita de los estados unidos.Reed tambien tuvo que salir del pais durante esa epoca, acusado de espionaje. Se refujió en la Unión Soviética, donde vivio hasta su muerte.

20. Esta composición visual de deformar lo cotidiano mediante grandes angulares, incluso en los primeros planos, influiría a directores modernos como Yorgos Lanthimos en películas bastante parecidas (en cuanto a “tono” y “temática”) a Seconds, como Pobres criaturas (2023), Kinds of Kindness (2024) o La favorita (2018).

21. Corriente artistica que influyo mucho en Hollywood, ya qué, tras la llegada de Adolf Hitler al poder en 1933, gran parte de los cineastas, técnicos y actores vinculados al movimiento —muchos de ellos judíos o políticamente disidentes— se vieron obligados a exiliarse. Una parte significativa recaló en Francia y, sobre todo, en Estados Unidos, donde contribuyeron de manera decisiva a la evolución del lenguaje visual de la industria. Directores como Fritz Lang, Robert Siodmak, Billy Wilder, Max Ophüls o Douglas Sirk, entre otros, trasladaron a sus películas los principios estéticos del expresionismo: el uso dramático de la luz y la sombra, la composición oblicua y la estilización del espacio como metáfora del conflicto interior. Durante la década de 1940, estas influencias cristalizaron en un nuevo estilo híbrido, el film noir, cuya estética —acentuada por la fotografía en clave baja y la moral ambigua de sus personajes— transformó la representación del mundo urbano moderno y dejó una huella duradera en el cine contemporáneo. Entre las películas más representativas de este movimiento encontramos: The Maltese Falcon (John Huston, 1941), Double Indemnity (Billy Wilder, 1944), Out of the Past (Jacques Tourneur, 1947), The Third Man (Carol Reed, 1949),  Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950), The Night of the Hunter (Charles Laughton, 1955).

22. Esto, como siempre, es en teoría… Porque aunque es verdad que la teoría clásica asocia el plano picado con la fragilidad y el contrapicado con la autoridad, por decirlo de alguna manera (todo esto, en representacion narrativa y simbolica del objeto filmado claro), pero en la práctica cinematográfica estas convenciones se han problematizado constantemente. La relación entre ángulo y significado es contextual, depende tanto del montaje como del punto de vista narrativo y del diseño del espacio fílmico. Por ejemplo, directores como Orson Welles subvirtieron estos códigos en Citizen Kane (1941), donde los contrapicados no enaltecen al personaje, sino que lo aíslan en una arquitectura opresiva, sugiriendo su aislamiento y su imposibilidad de control. En Vertigo (1958), Hitchcock emplea picados extremos no para debilitar a Scottie, sino para materializar su vértigo. La cámara no se eleva desde una posicion de poder, sino desde la propia pérdida de equilibrio metaforico y narrativo del personaje. Más tarde, cineastas como Kubrick o Antonioni radicalizaron esta ambigüedad. En 2001: A Space Odyssey (1968), los contrapicados refuerzan la impasibilidad de la máquina frente al hombre, desplazando el eje jerárquico tradicional haciendo que el picado represente la obsolescencia del hombre y el contrapicado la impasivilidad de la maquina. En La notte (1961), Antonioni recurre a leves picados sostenidos que despersonalizan a los personajes, convirtiendo la cámara en un observador distante que los oprime tambien mediante el espacio y el tiempo. 

23. En este punto debería reconocer —aunque probablemente no haga falta, pero aquí estoy igualmente, cavando alegremente mi propia tumba— que las referencias que empleo pertenecen, en su mayoría, a ese panteón de películas cuyo fandom suele venir acompañado de una nube de testosterona, solemnidad mal entendida y discursos que me gustaría fingir que no existen. Y aun así, las voy a citar, aunque corra el riesgo de que alguien piense que comparto la misma visión sobre ellas que ese tipo de gente, porque el análisis me ha arrastrado hasta aquí como quien pisa una baldosa floja y cae en un sótano que nunca pidió explorar. Si esto interrumpe o incomoda, lo lamento profundamente; pero como me he obligado a mí mismo a mantener las citas y las referencias a esta clase de películas, me veo igualmente obligado —de forma prospectiva, incluso preventiva— a escribir esta disculpa futura que ahora estás leyendo y por la que pido perdón. Con todo esto ya dicho, prometo volver al tema y dejar de pedir disculpas por el simple hecho de haber citado ya como cincuenta veces Citizen Kane o a Hitchcock. Perdón, además, por esta nota a pie de página. Y perdón también por la longitud de la disculpa.

24.  En fotografía y cinematografía, el punto de fuga estricto pertenece a la perspectiva geométrica. Es decir: líneas reales del espacio que convergen hacia un punto imaginario (pasillos, calles, techos, rieles, el horizonte, etc.). Eso es académico y medible.
Pero…
Existe otro fenómeno compositivo muy reconocido llamado  gaze as vector (la mirada como vector de dirección). Aquí no convergen líneas físicas, sino fuerzas perceptivas. La dirección en la que mira un personaje genera un “tirón visual” que organiza el recorrido del ojo del espectador. Esto es parte establecida de la teoría del encuadre (Béla Balázs, Arnheim, Bordwell, Mascelli, etc.).

25. Conviene recordar que esta idea de leer la pantalla como un eje temporal —derecha igual a futuro, izquierda igual a pasado— pertenece casi por completo a la cultura visual occidental. En otros sistemas de representación la direccionalidad no funciona como un vector temporal, sino como un simple organizador espacial o incluso ritual. El mejor ejemplo para entender esta diferencia es el arte egipcio: allí la imagen representa un universo que se repite, un ciclo cerrado donde el tiempo es simultáneo y no progresivo. Para los egipcios, una procesión pintada avanzaba hacia la izquierda o hacia la derecha con la misma carga temporal; lo que importaba era el orden jerárquico, la función ritual o el rol simbólico, no la idea de “avance narrativo”. Los frisos de la tumba de Nebamun o el célebre relieve de la “fiesta de Opet” muestran desplazamientos laterales que, en nuestro marco, leeríamos como progresión o regresión, pero que en su contexto forman parte de un mismo tejido cíclico donde cada gesto reitera el orden cósmico. Una lógica similar aparece en culturas de escritura derecha-a-izquierda, como la árabe. El sentido de lectura guía el modo de recorrer la página, y eso hace que nuestro supuesto código visual encuentre allí una especie de reflejo invertido: el movimiento hacia la derecha puede sentirse como avance simplemente porque es la dirección en la que el ojo se entrena a moverse desde la infancia. Este tipo de condicionamiento cultural se percibe en la caligrafía cúfica monumental, en ciertos manuscritos de poesía sufí o incluso en miniaturas persas, donde la composición se despliega como un flujo continuo de derecha a izquierda que refuerza la orientación lectora. En Japón y China ocurre algo distinto: los desplazamientos laterales no siempre están al servicio del tiempo, sino de la respiración del paisaje. En los emakimono —rollos narrativos horizontales como El cuento de Genji o La batalla de los monjes del Monte Hiei— la secuencia se desarrolla técnicamente de derecha a izquierda, aunque el espectador no experimenta un “progreso temporal” comparable al nuestro, sino un deslizamiento contemplativo que mezcla episodios, pausas, estaciones y atmósferas. La imagen se convierte en un terreno poroso donde el paso del tiempo no es lineal, sino una deriva. La tradición mongola ofrece todavía otro matiz. En crónicas ilustradas como La historia secreta de los mongoles, el movimiento lateral aparece supeditado a la lógica del espacio abierto, a la vastedad de la estepa y la movilidad del campamento. La direccionalidad expresa rutas, desplazamientos y territorios antes que una noción psicológica de “avance”.

26. También te digo: ¿qué clase de persona va al cine a ver una película y la abuchea si no le gusta? Está al nivel de aplaudir cuando aterrizan los aviones (que supongo que será porque a esa gente le da miedo volar, imagino, porque si no no tiene otra explicación). Aunque esto de abuchear es peor, ahora que lo pienso. Sería más bien como si el avión, de repente, sufriera una avería fatal en mitad del Pacífico y entrara en esa brecha absurda de cinco minutos en la que aún no has muerto, pero ya sabes que vas a morir. Y que la persona que le da miedo volar, en lugar de hacer las paces consigo misma, de despedirse del ser querido que tiene al lado o de rezar —aunque sea al dios que tenía olvidado—, se levantara del asiento y empezara a zarandear a viejas y niños gritando:¡OS LO DIJE! ¡OS LO DIJE! 







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