La doncella ( 아가씨 ) (The Handmaiden, 2016) es un thriller dirigido por Park Chan-wook. Lo cual, de entrada, no dice absolutamente nada de la película, salvo que probablemente involucre un alto nivel de crítica social, un manejo de cámara clínico y expresivo y, con total seguridad, alguna escena guarra con fetiches extraños o actos sexuales explícitos llenos de pasión, con una increíble ingeniería de sonido para sumergirte de lleno en la extraña escena que contemplas. La cinta es una adaptación —de Falsa identidad de Sarah Waters—, pero una adaptación que elude el aburrimiento previsible de la ambientación victoriana original para ubicar su intriga en la Corea bajo la ocupación japonesa (1910-1945).
Ahora bien, para entender el tono de La doncella, debemos, inevitablemente, pasar por la prueba de fuego de la "Trilogía de la Venganza". Aquellos trabajos de principios de los 2000 —Sympathy for Mr. Vengeance, Oldboy, Lady Vengeance— funcionaron como el subproducto emocional de una nación lidiando con el trauma de la crisis económica de 1997. El cine de entonces funcionaba bajo una especie de ecuación moral implacable: mostraba un nihilismo tan persistente y un dolor físico que no era más que el estúpido reflejo de otro dolor, uno más complejo y sistémico, que simplemente no podía nombrarse.
Porque aquel colapso económico no fue una simple corrección de mercado. Fue, con perdón, una patada en el estómago del consenso social surcoreano. El evento instauró —de forma casi irreversible, diría yo— una desconfianza total hacia las instituciones y dinamitó la seguridad económica de la clase media. En ese caldo de cultivo postapocalíptico, directores como Park Chan-wook o Bong Joon-ho encontraron que la única manera honesta de narrar el desgarro era a través del absurdo y la violencia extrema. Supongo que cuando el mundo se va a la mierda, solo puedes filmar a alguien comiendo un pulpo vivo en la más asquerosa de las tomas (una escena que, por cierto, estuve a punto de buscar para confirmar los detalles de la misma, pero mi memoria me recordó justo a tiempo el trauma sensorial y decidí ejercer la autocensura profesional).
Pero el cine coreano, al igual que el país, evolucionó. Corea dejó de ser el paciente en la UCI del FMI para convertirse, en un tiempo récord y casi obsceno, en una potencia tecnológica y cultural de primer orden, un bastión del capitalismo de tercera fase. Y esta occidentalización —o, si se quiere, neoliberalización estética— tuvo su impacto en la escena cinematográfica también. El mejor ejemplo es Parásitos (2019). Esta obra, aunque coquetea con el nihilismo fatalista de trabajos anteriores como Memories of Murder (2003) —dos películas opuestas y similares, una con patadas voladoras en el primer interrogatorio y la otra cocinándose a fuego lento para un final explosivo—, exhibe un tono y una gramática visual mucho más contenida. La violencia se vuelve educada; es latente, atmosférica, y solo estalla al final. Mientras que Memories of Murder funciona de forma contraria (la violencia se siente, se ve y se da durante todo el metraje), al final, cuando hay que buscar responsables o hacerse cargo de ella, cuando hay que contenerla, la película se apaga, se contiene a sí misma y acaba.
Y aquí es donde la trayectoria de Park Chan-wook se vuelve fascinante. Él también abrazó esta contención, pero no como una simple evolución estética, sino como una internalización de la violencia. Su mirada se refinó, desplazando la barbarie de los pasillos de Oldboy a la intimidad de la alcoba. La tensión ahora está en la sutileza, en el coqueteo sexual, en el modo en que dos cuerpos negocian el deseo y la vulnerabilidad.
La trama de La doncella es, de base, bastante sencilla: dos estafadores de poca monta se infiltran en una mansión laberíntica con el propósito de birlarle la herencia a una acaudalada pero, asumimos, muy ingenua heredera.
Este tropo de la “infiltración en la clase alta para corromperla”, que recuerda inevitablemente a Teorema de Pasolini, no es en absoluto nuevo. De hecho, es muy parecido al que utiliza Bong Joon-ho en Parásitos como premisa central. Sin embargo, en La doncella aparece un ligero —pero importante— matiz. A diferencia de otras ficciones de este tipo, donde el enfrentamiento de clases es evidente y se juega de forma irónica con la relación entre ellas (la clase media o baja infiltrándose en la alta, imitando sus códigos y utilizando sus propias estrategias en su contra), aquí la clase alta ya está corrompida de antemano. Y, más aún, la película no parece especialmente interesada en subrayarlo ni en “darles de su propia medicina”.
Esto se hace visible, por ejemplo, en las lecturas de ficción erótica japonesa que el tío de Hideko organiza como si fueran sesiones de alta cultura, una suerte de club de lectura elitista, casi como si estuvieran comentando el Ulises de Joyce. El erotismo, la violencia simbólica y la humillación están ya completamente normalizados y legitimados como refinamiento intelectual. Por eso, en este sentido, La doncella se parece mucho más a los primeros precursores de este tipo de relatos sobre la corrupción de la clase alta. Y aquí es inevitable mencionar, por temática, Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos.
La novela —que luego tendría su adaptación noventera Cruel Intentions, aunque no nos vamos a meter ahí (aunque me hubiese gustado, no os voy a mentir)— gira en torno al vizconde de Valmont, un seductor brillante, y la marquesa de Merteuil, una estratega fría y cínica. Ambos son ex amantes que ahora compiten en una especie de “juego de guerra” de seducción dentro de la alta sociedad francesa. Merteuil reta a Valmont a seducir a la casta y devota Madame de Tourvel, mientras ella misma se propone arruinar la reputación de un joven e inocente Danceny. En la novela, todo funciona como un juego: una representación teatral del amor y el sexo entendidos como herramientas de corrupción moral. Pero en el momento en que deja de ser un juego —en el momento en que alguno de ellos se enamora de verdad— el mecanismo se rompe. La corrupción ya no reside en el acto sexual en sí, más bien en convertir las relaciones humanas en un sistema de manipulación, en utilizarlas para algo distinto del amor.
Teniendo en cuenta que se trata de una novela escrita en el siglo XVIII, Las amistades peligrosas fue notablemente progresista para su época. En parte, esto se debe a la figura del propio Laclos, que puede entenderse como una pieza importante dentro del desarrollo del protofeminismo ilustrado (aunque, obviamente, no fue el único: pensadores y pensadoras como Mary Wollstonecraft, Mary Astell, Poullain de la Barre, Jeremy Bentham (del que os dejo aquí un hipervínculo porque su vida fue de putísima locura) o John Stuart Mill ya estaban sentando las bases de lo que sería el feminismo moderno del siglo XIX). Todo esto se cristaliza especialmente en el personaje de la marquesa de Merteuil, una mujer autónoma y libre que se emancipa de su rol social apropiándose de las peores conductas tradicionalmente masculinas para subvertirlas y utilizarlas en su propio beneficio.
Este planteamiento encaja bastante bien con la construcción de los personajes de La doncella. Sin embargo, Park Chan-wook introduce un matiz clave. Hideko, la heredera, se nos presenta inicialmente —desde el punto de vista de los dos estafadores— como una mujer inocente, frágil y fácilmente manipulable. Pero la película acaba revelando que es precisamente ella quien controla la situación y utiliza el engaño como vía de liberación: tanto del sistema opresivo diseñado por su tío, que la convierte en protagonista forzada de su perverso teatro privado, como del propio plan de los estafadores; es decir, del matrimonio, de la familia y del rol que se esperaba de ella.
Esto funciona en gran medida porque la película está construida sobre los mismos hechos, pero articulados desde tres puntos de vista distintos. En cada uno de ellos, siempre seguimos al personaje que cree estar engañando, cuando en realidad está siendo engañado. La historia comienza con la doncella, Sook-hee, encargada de convencer a Hideko de enamorarse de Fujiwara, un estafador que se hace pasar por aristócrata japonés. Sook-hee cree que es ella quien mueve los hilos y manipula los sentimientos ajenos, hasta que conoce a Hideko y se enamora de ella casi de inmediato.
Mientras Sook-hee se debate entre seguir el plan o confesar lo que siente, Fujiwara, por su parte, le revela a Hideko desde el principio que es un estafador y le propone una salida: fingir que se enamoran para escapar juntos del control de su tío. Hideko parece aceptar porque, supuestamente, no tiene otra opción. Y es en el tercer acto donde la película termina de reconfigurarlo todo: Hideko no solo ha entendido el juego, sino que es ella quien lo ha estado dirigiendo, manipulando a Fujiwara para escapar y a Sook-hee, a quien finalmente confiesa su amor.
En este sentido, La doncella es mucho menos cínica que Las amistades peligrosas. Aquí no gana quien mejor manipula, sino quien está dispuesto a arriesgarlo todo y a mostrarse vulnerable. No vence el que juega mejor, sino el que deja de jugar. En las anteriores ficciones, los personajes que cogían la distancia suficiente para jugar con el dispositivo social a sus anchas conseguían exponerlo, y al exponerlo, podían permitirse representarlo sin sufrir sus consecuencias. Pero en La doncella la libertad no está en el alejarse del dispositivo, sino en aceptarlo y significarlo de forma diferente; es decir, en reapropiarlo desde la vulnerabilidad y el amor.
Por eso resulta especialmente ilustrativa la figura del tío de Hideko en la película. Básicamente, el tipo colecciona libros de shunga, una ramificación del estilo xilográfico ukiyo-e que proliferó en el Japón pre-Meiji (es decir, durante el periodo Edo, c. 1603–1868). El shunga constituía, paradójicamente, una forma de arte erótico explícito que, lejos de la clandestinidad marginal que cabría esperar de este tipo de material en contextos socioculturales más puritanos, era producido por la élite artística y consumido de forma relativamente abierta por la población. Fue una corriente artística en sí misma, que incluso llegó a inspirar a pintores como Monet —influencia que, por cierto, puede rastrearse en muchos planos de La doncella, especialmente en exteriores, en la paleta cromática y en el tratamiento de la luz—, pero de eso hablaremos más adelante.
El tío no se limita a coleccionar estos “libros ilustrados”, sino que además organiza sesiones de lectura y obliga a Hideko a leerlos en voz alta, interpretando los textos de manera explícitamente teatral. Es decir, fabrica un espectáculo privado de lecturas eróticas, creando una representación, una imagen y un relato del sexo. En este contexto, el sexo solo existe en tanto es observado, narrado y cuidadosamente enmarcado dentro de su propio prisma del deseo. No es una experiencia vivida, sino una puesta en escena. Un voyeurismo patriarcal clásico: el sexo como objeto de contemplación, imitación e instrumentalización, pero nunca como experiencia compartida o encarnada.
Ahora bien, la película reproduce este mismo espectáculo del shunga —a través de la estética, la fotografía, la teatralidad y una sensibilidad extremadamente calculada— pero desplazando radicalmente el punto de vista. Al final, son Hideko y Sook-hee las únicas que experimentan el sexo; las únicas que, mediante la vulnerabilidad, lo resignifican como un espacio de afecto y de intimidad. Sin embargo, aquí aparece algo que no termino de tener del todo claro.
Para escenificar esta idea, Park Chan-wook reproduce escenas sexuales largas, estéticas y muy elaboradas, con una ingeniería de sonido extremadamente inmersiva (gracias, Park, como siempre, supongo). El punto de vista se desplaza: el sexo no se muestra para los hombres dentro de la historia. No lo vemos desde el tío, ni desde Fujiwara. Lo vemos desde ellas, desde sus propios términos, y asistimos a cómo se negocian esos términos entre sí. No es un espectáculo diseñado para seducir al hombre, sino un espacio construido para la sinceridad y el afecto.
Sin embargo —y aquí está el problema— Park Chan-wook no te permite quedarte fuera de ese mecanismo. Tú, como espectador, eres el voyeur por excelencia. Y a lo que voy es que hay otras películas que sí tienen en cuenta de manera explícita tu papel como espectador a la hora de alterar las jerarquías de la mirada(1). El ejemplo más evidente es Funny Games de Haneke, donde la película te pone constantemente en evidencia por disfrutar de la violencia explícita como si fuese un espectáculo, y te obliga a confrontar el efecto que la imagen tiene sobre tu propio sistema de valores. Como cuando te das cuenta de que te duele más la muerte del perro que la tortura, humillación y degollamiento de una familia de ricachones elitistas —y la propia película no solo lo sabe, sino que te lo anticipa y te pilla—. (Funny Games, por cierto, también podría encajar dentro de este subgénero de “infiltración en la clase alta para corromperla”, aunque ya podemos intuir cuál era realmente su intención).
BREVE DISGRESIÓN
(1) La ruptura de la jerarquía de la mirada transforma al espectador de un observador pasivo y protegido en el eje ontológico y responsable del relato. Al fragmentarse la diégesis y evidenciarse el artificio, se anula la distancia de seguridad que otorga la «realidad pura» de la ficción. Esta apertura de las puertas de la diégesis subvierte la autoridad del autor. El creador deja de ser el único soberano que impone una visión y cede una agencia forzosa al espectador, quien, al ser incluido en la estructura jerárquica de la obra, queda expuesto en su propia subjetividad. En este vacío de autoridad, la significación del relato deja de recaer en lo que sucede en pantalla y pasa a situarse en la implicación moral de quien mira, haciéndole implícitamente responsable de su presencia y de sus afectos ante el espectáculo que ha decidido no interrumpir. Esto es básicamente lo que quiso hacer el propio Haneke en Funny Games: devolverle al espectador su mirada, ya que sostenía que el cine comercial (tipo La lista de Schindler o el cine de acción) manipula al espectador para que se sienta bien o «limpio» tras ver el horror. O sea, el síntoma perfecto de la ironía de segundo orden que domina la cultura mediática.
En cambio, Park Chan-wook parece no tener ningún interés en posicionarte moralmente como espectador. Por eso, cuando aparece una escena sexual bellamente filmada, surgen preguntas incómodas: ¿al verla no me estoy pareciendo un poco al tío y a su consumo de shunga? ¿Estoy presenciando un momento íntimo y emancipador entre dos mujeres, o simplemente consumiendo una escena erótica muy bien filmada? ¿O ambas cosas a la vez?
Supongo que esta ambigüedad es deliberada. La mirada está escindida. Park Chan-wook, a diferencia de Haneke o Lynch, no te castiga por la posibilidad de que te excites con la escena, por ejemplo. Y no sé si esa ambigüedad me genera un problema real o no. Si la película quiere hablar de la mirada y de la apropiación de la misma, ¿no debería el espectador —que también mira— tener un lugar moral más claro?
No tengo una respuesta cerrada sobre qué sería mejor. Lo que sí creo es que Park Chan-wook tenía la intención de jugar con los puntos de vista —seguir siempre al engañado creyendo que sigues al que engaña— para quitarte poder como espectador. Pero, irónicamente, a nivel de responsabilidad frente a lo que estás viendo, eso te quita todavía más implicación moral. Te deja aún más atado de manos, menos responsable, menos partícipe. Y dejar sin poder al espectador no significa dejarlo sin anclaje dramático, y menos en un medio tan autoritario de base como el cine. No sé. Es, probablemente, la única cosa de La doncella que no he terminado de entender del todo.
Por otro lado, cabe destacar el escenario elegido para la película: la mansión del tío Kouzuki. El edificio casi funciona como un personaje en sí mismo. Toda su arquitectura es un híbrido violento: un edificio occidental de estilo neogótico inglés literalmente pegado a un pabellón tradicional japonés (shoin-zukuri). Una arquitectura Frankenstein que refleja con bastante precisión la Corea ocupada: una identidad impuesta sobre otra, sin integración real, solo superposición forzada.
Pero esta violencia arquitectónica no es solo histórica o política, también íntima. La casa refleja de forma casi obscena la violencia estructural que sufre Hideko. El ala occidental —sillas altas, corsés, zapatos, verticalidad, rigidez— funciona como fachada pública, como espacio de representación social, donde se interpreta la respetabilidad victoriana. El ala japonesa —tatamis, pies descalzos, horizontalidad— es el espacio del subconsciente perverso: el lugar donde se guarda el shunga, donde se performa el deseo masculino y donde se institucionaliza el abuso bajo la apariencia de tradición y cultura elevada.
Este uso del espacio como jaula estética y moral recuerda a otras grandes narrativas donde la arquitectura actua como un dispositivo de control. Un ejemplo claro es la novela clásica china Sueño en el pabellón rojo, donde los personajes viven atrapados en una jaula de purpurina, legitimada por rituales vacíos, jerarquías rígidas y una sofisticación que solo sirve para ocultar la podredumbre. En ambos casos, además, hay un patrón claro: son las mujeres quienes más sufren este encierro simbólico y físico, pero también quienes, paradójicamente, encuentran la forma de escapar al final.
La fotografía de La doncella también bebe directamente del shunga, aunque conviene matizar que el shunga es una evolución temática dentro del estilo pictórico ukiyo-e. Es decir, la película imita un lenguaje visual más amplio, del que el shunga es solo una de sus ramificaciones. Artistas como Hokusai —el de La gran ola de Kanagawa— trabajaron tanto en grabados paisajísticos como en shunga, sin que esto supusiera una contradicción estilística.
Una de las características fundamentales de este lenguaje visual es la ausencia de claroscuro al estilo occidental, como el de Caravaggio. La luz no procede de una fuente única ni genera sombras profundas. Es una luz difusa que aplana los volúmenes y desactiva cualquier jerarquía clara entre figura y fondo. El color abandona la función realista y se vuelve plano, expresivo, casi autónomo. Como resultado, la línea gana peso frente al volumen y la profundidad, lo que da lugar a composiciones asimétricas y a encuadres que, desde una lógica clásica, pueden parecer extraños, aunque dentro de este sistema visual resultan perfectamente coherentes.
Aunque esta corriente pertenece al periodo Edo (1603–1867), llegó a Europa a finales del siglo XIX tras la apertura de Japón al comercio internacional. Muchos de estos grabados, ya pasados de moda en su contexto original, se utilizaban como simple papel de embalaje para transportar mercancías. Fue así como llegaron a manos de artistas europeos e influyeron decisivamente en los impresionistas y postimpresionistas: Degas, Monet, Van Gogh y compañía. Por eso, a nivel visual, La doncella tiene ese uso del color tan expresivo; por eso los rostros de los personajes aparecen lisos, pálidos, casi sin sombras; y por eso esos encuadres asimétricos y el uso de lentes anamórficas resultan tan orgánicos dentro del conjunto.
En general, la película me ha gustado. Quizás precisamente porque la trama externa está tan cargada de giros, de engaños, de mecanismos que tienen que encajar como un reloj suizo, me ha costado empatizar emocionalmente con el arco y la evolución de los tres personajes principales. No digo que estén mal escritos ni mucho menos, más bien es que a veces noto que la película avanza sin los personajes. Aunque esto creo que es más una sensación mía que otra cosa.
Por eso creo que lo que más me interesa de La doncella aparece cuando la película se relaja, cuando deja de obsesionarse con contar una historia de estafas o incluso cuando parece olvidarse de que tiene que ser, en términos clásicos, mínimamente «entretenida». Ahí es cuando se centra en los gestos pequeños, en las miradas, en todo aquello que no empuja la trama hacia delante, pero la densifica por dentro. Pienso, sobre todo, en las escenas en las que Sook-hee viste a Hideko, en los paseos previos antes de quedar con Fujiwara, en las conversaciones antes de dormir, en todos esos momentos suspendidos.
Son escenas en las que Sook-hee y Hideko están solas, no hablan de nada especialmente relevante y, aun así, se lo dicen todo. Ellas saben perfectamente lo que se están diciendo sin decirlo, y tú también lo sabes. El motivo por el que no verbalizan nada pertenece al resto de la película, al entramado de engaños que las rodea. Pero, precisamente por contraste, estas escenas cargan con una intensidad emocional muy fuerte, muy cercana a lo que, al menos por mi experiencia personal, suele ocurrir en la vida real.
Los sentimientos grandes —el amor, el deseo, etc.— rara vez se expresan mediante acciones grandilocuentes o gestos logísticamente complejos. Casi nunca se parecen a pedir matrimonio en Disneylandia, a abrir la puerta de una iglesia de una patada y recorrer el pasillo central hasta el altar donde está el sujeto amado gritando su nombre justo después de que el cura haya soltado esa mierda de «si alguien se opone, que hable ahora o calle para siempre», ni a improvisar un discurso en el control de seguridad del aeropuerto rodeado de miradas cómplices, ni, yo qué sé, a hacerse un tatuaje. Ese tipo de acciones no son gestos de amor: son las consecuencias de los mismos. Los gestos y la expresión del amor suelen aparecer en cosas mínimas. Una forma concreta de tocar, una mirada que dura medio segundo más de lo necesario, una sonrisa que llega cuando no toca. Gestos que en otro contexto pasarían completamente desapercibidos y que aquí te atraviesan sin pedir permiso. Como dijo Barthels: El amor no se dice bien cuando se teatraliza. Por eso toda imagen que fija el amor (como el shunga) corre el riesgo de clausurarlo; al explicar demasiado, lo vuelve manejable, cuando su potencia reside precisamente en lo incompleto.
Por eso también me ocurre que, en escenas como la destrucción de la biblioteca del tío o en el momento en que este tortura a Fujiwara, el tono tan cuidadosamente construido de intimidad se me rompe de forma demasiado brusca. Entiendo la función narrativa y simbólica de esas secuencias, pero siento que el salto es tan grande que me saca del estado emocional en el que la película estaba siendo especialmente interesante. Aun así, supongo que es esa misma yuxtaposición la que acaba reforzando las escenas íntimas, haciendo que brillen más por contraste; un poco como si el ruido de alrededor solo sirviera para recordarme dónde estaba, de verdad, el corazón de la película.



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